Los Deformes – Capítulo 17

Nicolás salió de la oficina dando pequeños saltos, más de turbación que de alegría. La única forma de disolver los confusos sentimientos que se agolpaban en su corazón era esperar hasta que apareciera el borracho, ya que le resultaba imposible adivinar cómo iba a reaccionar ante su presencia.

Inés se limpió el pantalón mientras Gustavo pergeñaba la arenga que debía darle a Pimienta. Ella consultó su reloj y dijo:

-Ahora lo veo claramente.

El se levantó de la silla y fue a servir dos tacitas de café.

-Sabía que ibas a terminar entendiendo. ¿Vos querés, no? -la invitó, alcanzándole la taza más llena.

-Bueno, gracias -dijo ella.

-¿Te quedás a la continuación entonces?

-Seguro.

Inés tomó su grabador y retrocedió la cinta..

-Bebelo rápido que se te va a enfriar -le dijo él. -Tendrás material para más de una nota, ojalá que no te compliques -añadió.

-Los periodistas estamos acostumbrados a resolver rápidamente las cosas, y a meternos en aventuras riesgosas todo el tiempo. Podremos ir en mi auto.

Afuera, el día estaba declinando. Un fuerte viento agitaba las copas de los pinos. Nubes oscuras se deslizaban velozmente desde el sudeste. Los pájaros volaban de un alero a otro buscando refugio. Orlando cavaba una zanja para proteger a la huerta. Esteban, el profesor de inglés, señalaba a sus alumnos los ejercicios a realizar la próxima clase. Las mujeres, a punto de iniciar su clase de música, afinaban los instrumentos siguiendo las indicaciones de doña Juana. En el piso de abajo, don Alberto encendió el televisor, cuyo volumen se infiltró en el laboratorio-oficina-etc. Gustavo discó un número y le pidió a Florencia que lo bajasen. La orden tardó más de cinco minutos en ser cumplida. Inés habló con el diario y se comprometió a llevar la nota al mediodía del día siguiente.

-Ya ves, nos apuran como si fuéramos caballos de carrera -le dijo a Gustavo luego de cortar y vaciar su taza.

-Todas las profesiones tienen sus inconvenientes -dijo él. -¿Querés otro café? -volvió a invitarla.

-No, gracias -contestó ella.

-¿Querés bajar a saludar a los internos?

-De acuerdo, vamos.

Los hombres comenzaban a dispersarse: algunos iban a ver un partido de fútbol con don Alberto, otros se anotaban en un campeonato de truco y el resto, exclusivamente los mancos, se aprestaban para ir a correr a los parques circundantes bajo la lluvia que ya caía firmemente sobre los techos de ladrillo de sus viviendas. Valdemar, José y Hugo se contaban entre los que estaban apoltronados frente al televisor. El partido ya había empezado y los espectadores masticaban con fruición papas fritas y cacahuetes. Inés tuvo que alzar la voz, aprovechando un silencio del insoportable relator, para que los hombres giraran sus cabezas y la saludaran desde sus asientos, sin demostrar deferencia ni cortesía alguna. Perezosos levantamientos de manos, indiferentes voces apagadas, y hasta un ruego para que se fuera con las niñas, conformaron el resultado del amable saludo de la periodista. Gustavo no los retó; se sentó otra vez en el piso, preguntó cómo iba el partido e intercambió un comentario futbolístico con don Alberto. Luego de un rato, ante la concentración que les exigían a los televidentes los pelotazos y las patadas de los jugadores, ella le tocó el hombro a Gustavo. El la miró sorprendido y le hizo un gesto con la mano para que esperase. Llamó con un grito a Florencia y le pidió que la acompañara a la sala de música. Después él caminó hasta la pantalla y la tapó con su torso (aprovechando que el juego se hallaba interrumpido por una agresión al juez de línea desde la tribuna local). Antes de que alguien le rogara que se corriese, les recordó que a su regreso, alrededor de las once, debían estar alistados para el conciliábulo donde ajustarían los detalles del ataque.

-No quiero que estén dormidos ni que discutan las jugadas polémicas, o si el barro perjudicó a alguno de los equipos. Y no se olviden de tomar sus medicinas con anterioridad -les advirtió mientras retornaba a su ubicación, su espalda apoyada sobre las acolchadas rodilleras de José.

Al finalizar el primer tiempo, ya era la hora apropiada para marchar en busca de Pimienta.

Las mujeres, por su parte, recibieron con mayor estimación a Inés y la invitaron a sumarse a su coro. Los hijos de los vecinos, cansados de llevar y traer envases y platos con cocacola y sandwiches de miga, se fueron a vigilar la incubación de sus insectos. Cecilia y Silvia ya estaban preparadas, conversando en voz baja en el vestíbulo, seleccionando dos coquetos paraguas. Llovía con menos vehemencia, y el viento se había aplacado. Gustavo fue a buscar a Inés, quien se hallaba rodeada de las más pequeñas del coro solicitándole que siguiera cantando.

-Volveré dentro de dos clases, lo prometo -les dijo.

Cecilia entró en la sala y les avisó que cuatro pollos al horno las esperaban en el comedor. La profesora felicitó a Inés por su buen oído y las chicas la colmaron de besos y caricias. Se dirigieron a cenar entonando y danzando un tema musical carnavalesco y brasileño. Inés fue a buscar su cartera a la oficina y bajó con las llaves del auto en la mano. Se juntó con las celadoras y Gustavo en la entrada y seguidamente emprendieron una corta carrera hasta la carpintería, frente al sector donde Inés había estacionado su vehículo. Ya en su interior, la conductora les preguntó si tenían alguna objeción a que fumara un cigarrillo.

-A mí me molesta el humo, y todavía más si tenemos que viajar con las ventanillas cerradas -dijo Cecilia.

La periodista lo encendió igualmente, solicitó disculpas y abrió un poco la suya. El agua caía en gotas finísimas que el limpia-parabrisas despejaba hacia los costados del vidrio con rítmico ajetreo. Gustavo tosió un poco y la ciega opinó que aquel tabaco le sabía amargo. El tráfico estaba algo atascado. Numerosos policías justificaban su existencia jugando a ordenarlo. Hacían inútiles señales e improvisaban rumbos que sólo congestionaban más la situación. Detenían a los autos más vetustos y anotaban en sus libretas las infracciones que registraban. Sin embargo, llegaron a Retiro eludiendo los embotellamientos por un atajo que propuso Silvia en menos de veinte minutos.

-Salí de Libertador y entrá por alguna calle de La Recoleta -dijo la ciega.

La lluvia ya era decididamente tímida. Dejaron el coche en una playa privada y caminaron dos cuadras hasta el bar El Tripero. Su opaca iluminación, rota una lamparita exterior que el otro día funcionaba, se tornó más sórdida aún. Estaban cuatro minutos adelantados respecto de la hora convenida. Doña Perla limpiaba unas copas con un trapo en rejilla oliente a chimichurri. Le estaba pidiendo al único cliente (sentado de espaldas a la entrada, de raída y grasienta cabellera entrecana sobre una cabeza pequeña, saco a cuadritos grises y blancos con informes lamparones y bordes descosidos) que quitase los codos y levantase su vaso. La ciega fue la primera en ingresar luego de que Gustavo movió con ahínco la puerta corrediza. Cecilia adivinó inmediatamente que el parroquiano era Pimienta y se lo comunicó a Gustavo. A doña Perla le brillaron los ojos cuando reconoció a Silvia, pero contuvo su emoción. Se dio vuelta y escurrió el trapo en la alcantarilla de la cocina. El borracho no movió ni un músculo de su cuello para ver quienes habían ingresado; muy a la inversa, encogió aún más sus hombros, arrugando su saco y absorbida su atención en la bebida. Silvia escogió una mesa colocada debajo del televisor. Apenas se acomodaron, Inés comenzó a taparse frecuentemente la nariz, tratando de impedir que el olor a orín, con regusto a orina y fritura invadiera sus pulmones.

-No hagas eso; la única solución es acostumbrarte -le dijo Cecilia.

-Es que estamos muy cerca de los baños -dijo Gustavo.

-No seas delicada y dejate de embromar -agregó la ciega.

-Discúlpenme, ya vuelvo -dijo Gustavo, y entró en el de caballeros.

Doña Perla lentamente comenzó a mover sus voluminosas caderas hasta la mesa, dio la vuelta al mostrador, palmeó en el hombro a su cliente predilecto, que se balanceaba suavemente hacia atrás y adelante con la cabeza agachada y rígida, y llegó hasta la mesa de las chicas. Frente a ellas, se secó las manos en su sucio delantal con rayas amarillas y luego se plantó con los brazos en jarra, guiñándoles un ojo. Mientras les preguntó qué iban a tomar alzó su mano derecha y con el pulgar extendido, como si estuviese ‘haciendo dedo’, señaló a Pimienta haciendo un gesto afirmativo con su gruesa cabeza de cachetes sonrosados.

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