Los Deformes – Capítulo 12
Hugo era un hombre apocado de mediana edad y elevada estatura; generalmente silencioso y austero en sus desplazamientos, no derrochaba energía al marchar, diríase que era un pachorrudo de ley, un vago incurable al que hasta le extenuaba darse una ducha fría. Era el único personaje de toda la comunidad que no había aprendido a inyectarse por su propia cuenta. Fue tal el asombro generado por su volátil caminata hacia el escenario (hecha con pasos dados sin esfuerzo, como si sus pies estuvieran empujados por un viento movedizo que fuera el real propulsor de su andar; y así, lentamente, con sus largos brazos caídos que le llegaban hasta los muslos, sin efectuar balance alguno, ya estaba llegando a su destino) que todos los concurrentes, desinteresados del rumbo que había adquirido la reunión, interrumpieron sus juegos amatorios, sus canciones de cuna, su morbosa observación de la crueldad de los arácnidos, sus profundas, abstractas y abismales meditaciones, su impaciente encuentro de fútbol manual y sus lanzamientos de jeringa, para registrar la alocución que tenía preparada Hugo. Todos los ruidos del sótano habían cesado; los grillos del jardín se habían callado y los mismos vecinitos, que eran sumamente activos y diligentes, se habían quedado agarrados de la baranda de la escalerilla, con sus caras atónitas y expectantes. Por más que Maximiliano, entre trago y trago, siguió preguntando si había algún otro candidato a tomar la palabra, nadie se atrevió a arrebatársela al relajado tuberculoso.
-Pues bien, todos están pendientes, ya podés hablar -le dijo el moderador, no sin cierto desdén.
-Buenas noches -dijo Hugo, con voz monótona, que no se destacaba por su gravedad ni por su agudeza, carente de inflexiones y modulación, despreocupada, salida de la boca por la inercia de los movimientos labiales, como si tuviese un micrófono incorporado en su garganta en lugar de un aparato fonológico humano.
-Veo que están sorprendidos, «sacudidas sus modorras», como diría el amigo Valdemar. Pero lamentablemente no están presenciando algo sobrenatural. Tampoco una aparición mística; ni están por escuchar palabras sagradas. Los que estaban distraídos pueden continuar con sus respectivos entretenimientos porque mi objeción a la posición de Valdemar no les incumbirá.
Volaron jeringazos e insultos hacia el estrado, el eco de jerigonzas secretas y disconformes rebotó en las cuatro paredes del sótano. Los internos no habían levantado las orejas, no habían aguardado años a que Hugo saliera de su taciturnidad para que dijera una trivialidad que se amoldaba a las charladurías que venían tolerando de Gustavo y el negro.
-¡Vamos, no seas juzgamundos! ¿Quien sos para definir qué nos incumbe o no? -le espetó Florencia, enrojecido su rostro, cuyos rasgos conturbados expresaban una mezcla de cólera y apetito carnal.
-Oratoriamente eres tedioso y negligente -lo afrentó Valdemar, que aún permanecía sentado junto a Martín, en el flanco derecho del escenario.
-¡Basta de sandeces y apúrense! -se quejaron los rengos.
Hugo no se conmovía ni se avergonzaba de los gritos que le dirigían, más bien se sentía orgulloso de haber restablecido el jaleo anterior a su tímida postulación a ocupar el púlpito que había dejado vacante Valdemar. Maximiliano tuvo que extremar sus recursos guturales para cortar el bullicio.
-¡El próximo que hable será suspendido y no participará en el golpe!
Su cara, ya fiera por sí misma, aún pudo volverse más enajenada y disgustosa. Con ella atemorizó a quienes continuaban alborotando, logrando recuperar bastante del silencio que se había perdido. Hugo bostezaba, esperando a que se descompusieran los rasgos de Maximiliano, y retornaran a su nivel de deformidad habitual. El moderador giró su cabeza y le echó una mirada amenazadora.
-Dejá de provocar al público y andá al grano -le dijo.
-Lamento haber generado esta barahúnda, no era mi intención. Sin detenerme en gramatiquerías que, considerando la lucida y ordenada presentación de su hipótesis sobre los efectos de la modorra en la vida comunitaria, son importantes para él, abordaré directamente mi oposición a sus proposiciones principales. Aunque antes, y con respecto a lo afirmado por Gustavo, quería decir algo. Creo que la razón solidaria es un falso enmascaramiento de bondad, un arma religiosa que precisamente pusieron en boga los capitalistas para dar rienda suelta a sus rapiñas. ¿Para qué sirve ocultar, empleando las mismas argucias que nuestros rivales, tras una fantochada de beatitud y amor a la justicia, el simple cumplimiento de un deseo que, si bien admito que no carece de crueldad, considero totalmente legítimo por provenir de nuestros corazones, enfermos y oprimidos como estamos? ¿Para qué rebajarnos a actuar como hipócritas, si nuestros afanes son claros y no necesitamos pretextos morales? Meditémoslo, no debemos confundirnos con las tácticas de nuestros poderosos enemigos. Tenemos que castigarlos sin preocuparnos por pruritos o remordimientos. Creo que ni diez mil motivos de ellos podrán oponerse al único que tenemos nosotros: defender violentamente nuestra vida, nuestro andar, nuestro respirar, porque así nos lo imponen sus leyes. Aclarado este punto, paso a dejar asentado mi disentimiento con Valdemar. Yo estimo que la modorra tiene un aspecto provechoso que el negro ha desestimado. Cuando ella nos invade, ingresamos a un estado que tiene una profunda semejanza con la muerte, y por ende, puede ayudarnos a conocerla. Teniendo en cuenta que el mismo final a todos nos espera, es interesante saber de antemano qué descubriremos y con quien nos encontraremos al llegarnos la hora final. Los sueños pesados no son más que una vaga aproximación. Además, el aturdimiento o modorra causado por el consumo de algún narcótico no es necesariamente pernicioso, puede revelarnos misterios que ni hubiéramos imaginado antes de ingerirlos. Por otra parte, la incuria y la inacción constituyen la condición imprescindible para que nuestras mentes creen grandes obras de arte y pergeñen su camino de liberación. Créanme, para no caer en inquietudes exacerbadas y no dejarse llevar de las narices por oradores fanáticos, regulen su modorra como les plazca, que ella se sacudirá naturalmente cuando se oxiden sus emociones y sus músculos: entiendo que sacudir la modorra es un proceso fisiológico que no conviene forzar. A cada hombre le lleva su propio tiempo descubrir cómo le apetece vivir y cómo afrontar la muerte, tareas que en definitiva, son una misma cosa. Gracias, buenas noches -dijo Hugo.
Y con la misma flojera y liviandad, a la que se sumó un desenfado que se acopló en su rostro bondadoso, dándole a su andar reminiscencias angelicales, recorrió inversamente el túnel etéreo que había atravesado en su primera y modesta peregrinación hacia el estrado para tomar la palabra, a expresar por fin un pensamiento, pero fundamentalmente, para oponerse a las críticas a la indolencia que encabezaba Valdemar, que nunca antes habían sido contrariadas. Por tal causa, al negro le temblaban los labios, castañeteando sus dientes a un ritmo de dos por tres. Su mirada airada se topó con los ojos pacíficos y nebulosos de Hugo.
-¿Alguien que no sea el aludido desea refutar la refutación? -preguntó Maximiliano al público, que se hallaba cautivado con la serenidad que irradió el tuberculoso sobre el púlpito, y dudando acerca de la inflexibilidad de viejas afirmaciones de Valdemar.
Sesudamente abstraídos, lejanos al debate puntual que los había reunido, conducidos por las diversas teorías que habían aprendido a distantes conclusiones que muy poca relación tenían con su objetivo marcial, los internos fueron sacudidos por la alocución ronca y exaltada de Valdemar.
-No vayan a darle trascendencia a las argucias de ese mansurrón. Pueden desviarlos de nuestro proyecto: propongo expulsarlo del mismo si no se arrepiente ya mismo de sus cobardes palabras. En este grupo no tienen cabida los timoratos.
Mientras Hugo permanecía con una sonrisa imperturbable, los internos, indiferentes a la propuesta del negro, fueron despejándose de sus reconcentrados razonamientos para reanudar sus distracciones preferidas hasta que se acabara la reunión. Maximiliano alzó las cejas y, moviendo la cabeza negativamente, le hizo un gesto a Valdemar que decía: «Por ahora, esta discusión no va avanzar más; estamos atrasados y es hora de que se terminen todos estos farragosos planteos especulativos. Vuelve a tu asiento y finalizaremos la reunión en paz». Valdemar lo entendió y, cabizbajo, acató el mensaje. Ante la carencia de aspirantes a hablar, Maximiliano invitó a Gustavo a dar conclusión a la fase teórica del entrenamiento.
-Resulte edificante o no el concepto de «sacudir la modorra», debemos rescatar su principio de movimiento, su incitación al cambio. No debemos permancecer estáticos: el asalto al dueño de la compañía fabricante de sillas de ruedas ya está decidido, y ya no debemos preocuparnos más por explicar sus motivos. Si alguien no lo entiende así, que se levante y abandone el sótano.
Nadie amagó siquiera moverse de donde estaba. Apenas Cecilia ensayó un aplauso, los demás la fueron acompañando paulatinamente hasta coronar con altisonantes exclamaciones el final del aprendizaje teórico.
-Pasemos al ataque -gritó Gustavo, redoblando los contentos alaridos de los internos. Seguidamente, el líder de la comunidad tomó un plano que descansaba al pie del atril y lo desenrolló de arriba a abajo, mostrándolo con orgullo a su público.
-Recuerden que este es sólo nuestro primer objetivo. Después de cumplirlo con éxito, tendremos otras operaciones por delante, antes de emprender nuestro máximo propósito, convertir a la gente normal en deformes de buen corazón. Pero sigamos, aquí está el edificio donde vive, este es el piso que habita, y en esas casillas están apostados los asquerosos hombres encargados de la seguridad -decía Gustavo, señalando con su puntero las cruces dibujadas en el esquema.
Maximiliano envolvió el plano y luego desplegó otro. Gustavo continuó su exposición apuntando a este último, donde estaba asentado un croquis que indicaba los pasos fundamentales de la acción:
-Por esta avenida pasará el micro conducido por Cairolo, con la mayoría de ustedes fingiendo estar dormidos en el asiento. Aquí se producirá un accidente. Con bocinazos persistentes y estrambóticos se acaparará la atención de la mitad de la guardia. Orlando, vos aparentarás, con tinta roja sobre tu pantalón, estar padeciendo una pérdida de sangre y vos, Silvia, sufrirás un brote de epilepsia o perderás la vista por segunda vez. Ustedes, chicas, gritarán histéricamente a viva voz, meterán lío y tironearán de los brazos de los infames perros y siervos del malvado que debemos atrapar.
Gustavo, con la colaboración del moderador, tuvo que esforzarse para volver a doblar el plano. Con ojos sobresaltados, sus pacientes atendían al plano de la acción.
-Esto no es más que un panorama preliminar, una introducción a la reunión del jueves. Entonces describiré detalladamente el ataque. Así queda inaugurada la etapa militar.
-¡Queremos saber más! -gritó Florencia. -No podés dejar tantas incógnitas sin resolver. Cada uno debe conocer a rajatabla su papel -aclaró luego con voz más tenue.
-De eso nos ocuparemos la próxima vez -respondió el cabecilla, ya retirándose del púlpito.
Los internos se quejaron de manera lastimera por el abrupto corte que le había dado Gustavo a la reunión. El timbre sonó otra vez, indicando ahora la culminación de la conducción de Maximiliano, que resoplando y dando pruebas de desgaste (su cara se había descomprimido, la tensión había descendido raudamente de sus rasgos hasta conferirle cierta candidez a su fiereza irremediable), retornó a su sitio, habiendo dejado su copa vacía sobre el púlpito. Cuando terminó el gemido del espantoso instrumento avisador, Gustavo se ubicó en el centro del sótano y volvio a dirigirse a la audiencia.
-¿Recuerdan que hoy se iba a sumar un compañero a nuestra lucha? Por favor Florencia, vení a presentarlo.