Introito desde el delta

Me gusta la tremenda soledad del Delta, me envuelvo en ella eternamente. Salí tarde de mi departamento, ubicado en una zona muy transitada, urbana y cosmopolita. Eran las tres y media de la tarde, hora de tomar un café relajado, viendo mensajes de trabajo en la computadora, navegar por Internet como un alma perdida, inconsciente de mi adicción a la pantalla. Pero en esta ocasión decidí olvidar aquello y recibí un mensaje de texto de un viejo amigo, residente en el Tigre, a orillas del Río Sarmiento, en una vivienda tan rústica como acogedora. Podría ser el taller de un pintor o artista dado a las drogas blandas, un guitarrista tranquilo que nunca encontró su rumbo musical o un hit arrollador (las canciones sublimes son propiedad de los genios). Yo no conocía el lugar pero lo imaginaba de esa manera. Todo ello pensé mientras abría mi celular y leía el mensaje de Darío : «Venite, ¿venís?». Yo ya lo había defraudado un par de veces o más. Ya estamos en el mes de mayo y le vengo prometiendo desde fines del año pasado que voy a ir. Era un plan tentador para desenchufarse un poco de la urbe histérica, las luces y el ruido de la capital. Así que apagué la compu, armé una mochila primitiva, con enseres y materiales de escritura básicos, tomé un tren en Barrancas de Belgrano, una lancha colectiva de tarifa turística y llegué al muelle donde esperaba mi gentil amigo, ya que estaba anocheciendo y desconocía por completo la zona. Había visto muchas mujeres hermosas y paisajes coquetos en el trayecto, estaba impresionado porque a ninguna persona parecía importarle el derrotero de la humanidad. Los que iban juntos conversaban sobre necedades o minucias. No soy humanista pero creo que las cosas, como se dice en el barrio, se pasaron de castaño oscuro, la miseria y la mishiadura son enormes, y el que no lo ve es ciego o prefiere seguir el camino individualista del «sálvese quien pueda». A pesar de estos pensamientos el viaje había sido ameno. La cuestión es que caminamos un kilómetro sobre un suelo embarrado para llegar a su casa, y Darío me fue contando que está llevando en el Delta una vida social muy intensa, que está teniendo relaciones con varios vecinos, que realizan diversas tareas y actividades en forma cooperativa (construir casas, vender fruta y verdura, desmalezar terrenos, plantar marihuana, cantar en un coro, organizar proyecciones de cine, etc.). Por lo que revela, es una comunidad pujante y amistosa, y él se siente «en su salsa» aquí. Luego de caminar hasta su casa, donde había un joven guitarreando melodías insulsas, yo ya estaba cansado y quería familiarizarme con su cabaña. El me había advertido que se iba a dar una clase de canto (donde lo esperaba el coro del barrio), que incluso llegaba tarde. El amigo guitarrero lo apuró:

-Ya tendríamos que estar allí, llevemos la guitarra.

Yo me vi en una disyuntiva que resolví fácil, aunque no sé si felizmente. Me quedé en la casa, fría y misteriosa, como un soldado haragán en una trinchera aislada, casi sin enemigos. ¿Seré acaso un héroe que no podrá entrar en batalla? Verdad es que me vi obligado a agarrar mi cuaderno y retomar apuntes antiguos sobre la vida a comienzos del presente siglo. «Se que hay temas mejores pero la vida del escritor es así: azarosa y ridícula» -soliloquié. Había un equipo de música pero no lo pude encender, también un televisor que parecía muerto. Afuera reinaba una gruesa oscuridad y los sonidos del río (silbidos y chillidos de una fauna alerta y expectante). En mi mochila había traído un libro bueno pero no estaba de ánimo para encarar su lectura. Sólo me quedaba entonces la birome y el papel, el avance de los dedos y las letras enlazando un momento fatal. La decoración de la casa era austera, los mosquitos estaban apáticos por el frío. Había un machete tirado en el piso, un perro lloró como si lo hubiera mordido un caimán, se escuchaban cerca voces desconocidas. Este escenario no logró inquietarme y pude avanzar en las «Costumbres del hombre del Siglo XXI», donde describía el siguiente panorama:

Internet y propaganda. Masturbación desatenta. Locos y mendigos acomodando cartones. Visión cibernética y colorida de la realidad. Entretiempo de guerra y sandwiches. Nunca amor y cariño. O una cosa o la otra. Jamás vientos de cambio en la uniformidad del desatino. Fluyendo con música atemporal, con espacios vacíos de conciencia, intersticios enormes. Comentarios de comentarios, cartas que han dejado de existir, sogas que se lanzan desde muelles endebles. Obesos que pasean rodeados de flacos extremos, de anoréxicas y bulímicas de porte helicoidal, como si fueran muñecas a rosca gigantes. Cuanto más extemporánea una opinión, mejor. El calor y el frío arriban de catástrofes naturales. Entonces conviene acumularlos por un segundo para sobrevivir en un espanto discepoleano y ultramoderno. Reconvenciones inútiles a débiles mentales. Repechajes horribles en la tele. Repeticiones de doctrinas que justifican cualquier cosa. Sociedades desangradas que quieren levantar cabeza. Barones de la dominación y la explotación sexual se campean por los salones y hoteles cinco estrellas. Cables que deberían ser usados para ahorcamientos. Todas estas cuestiones proporcionan una vaga idea de las costumbres del hombre en la actualidad. Para quienes consideran que el marco debe ser ampliado, es posible continuar leyendo, seguramente verán aplacadas sus inquietudes con aclaraciones brillantes. Hay que llegar a horario, es imprescindible para no perderse el tren del mundo. Pero también está bien visto llegar tarde, ser una persona ocupada, con múltiples relaciones sociales. Comer afuera, en la vereda, fumándose un pucho y tragando el humo negro de los bondis, bien porteña la actitud. Tragamonedas y tarjetas de plástico para cualquier compra, hasta para abastecerse de agua sucia o aire viciado. Momentos compartidos que asfixian, partidas que se extienden ad-infinitum, mensajes de texto de celular cada cinco minutos. Obvias respuestas omitidas. Rimbombantes discusiones políticas con argumentos cómicos, ridículos al hartazgo. Ensalada de vegetales frescos y carísimos. Mugre de talón perfectirijilla. Bombardeo de dibujos animados para los bebés y los enfermos terminales. Caparazón de custodios ultrapertrechados que salen a vigilar la ciudad o a robar. La invención de la soledad invencible, del todopoderoso credo en la autoayuda o la inteligencia emocional. Irrespeto por doquier a las figuras y valores del siglo pasado. Eso no está mal, aunque los conflictos bélicos se han perfeccionado con las batallas virtuales y los drones a control digitalizado. Incapacidad para apreciar los lógicos sentimientos de los semejantes. Traición permanente a los principios y a los finales. Boludas totales a pleno, dueñas de la tarde y hacedoras de meriendas infantiles. Paso a paso se crece hacia el siglo XXII. El espacio intergaláctico que comienza no sólo a ser explorado, sino visitado por astronautas inmundos. Delación de costumbres ajenas, relación de coitos y escenas guarangas para el deleite del público masivo. Fernet con papas para la gilada. Asado y batatas para los vivos. Colesterol y diabetes, trastorno de ansiedad generalizada, rivotriles e ibuprofenos táctiles. Creaciones basadas en plagios abyectos. Visitas que no sirven para estimular el encuentro y el acercamiento entre las clases sociales.

Pude escribir dos páginas en un santiamén, casi no me daba cuenta de las arañas que me observaban y de los ruidos que hacía mi estómago vacío de comida pero gorgoteando whisky de petaca. Me había provisto de una en la estación fluvial, económica y práctica. Vahos y fantasías comenzaron a merodear mi cabeza… ¿Sueño regularizado? Lejos estaba de dormirme. Tenía que seguir escribiendo. Es que la noche parecía infinita y no costaba mucho describirla. Permanecí desvelado hasta el amanecer, cuando los rayos del sol dibujaron un prisma hermoso en la ventana de la cabaña de mi amigo, reflejando coquetas telas de arañas. Mi amigo había regresado cerca de las cuatro de la mañana, no recuerdo oírlo demasiado, obedeciendo a su carácter sigiloso y austero. Miguel, un leñador bonachón, miembro de la comunidad isleña, ingresó a la casa contento a las siete –cuando la fauna saludaba al día en pleno concierto de grillos y caranchos, como en un café del microcentro-, fumando y poniendo cuidadosamente su escopeta apoyada en la pared de adobe, cerca del machete. El olor a marihuana de su cigarrillo era tentador pero preferí desayunar budín con cerveza (luego pitaría durante el camino). Darío preparó unos panes caseros de sabor alucinante y unos mates reparadores. Me encomendarón que portase un hacha canadiense de puta madre que me hizo sentir como un guerrero sarraceno. No íbamos a matar a nadie, simplemente a pasear y despejar un terreno nuevo que había adquirido Darío. Trabajo duro para hombres rudos: lástima no tener un enemigo en las proximidades, sino toda gente encantadora…

A aquellas horas tempranas el delta estaba en su esplendor, hasta las lanchas modernas se veían armónicas y esbeltas, y poco importaba que estuviesen contaminando las aguas a un ritmo enloquecido. El uso del baño precario le dio mayor sordidez al evento. Las condiciones de higiene eran penosas, absolutamente insuficientes para un intelectual burgués de medio pelo. Yo hice de tripas corazón, aguanté náuseas sutiles y cagadas jodidas y algo de mierda alcancé a limpiar con un manojo de hierbas. Afuera me esperaban mis compañeros ya habituados a aquellas asperezas, riéndose y departiendo sobre la jornada de ayer, sobre cómo habían logrado entablar lazos con mujeres bonitas. Acomodé el hacha en un pequeño bolso, me puse los auriculares para escuchar música africana mientras avanzábamos a paso decidido, saludados por ladridos altisonantes y un terreno frágil: había llovido por la noche y los caminos se habían desnivelado, apareciendo abrupta vegetación en cualquier dirección del paisaje. La humedad del ramaje amenazaba una faena ardua con el hacha, algo en mi interior comenzaba a arrepentirse.

-¿Qué pasa, loco, todo bien? –me preguntó Miguel, moviendo su cabezota barbuda simpáticamente.

-Sí, estoy medio mareado –alcancé a decir bajando el volumen de mi mp3.

-Tomá, dale unas secas que te va a levantar el ánimo –dijo alcanzándome una tuca poderosa.

-Yo ya estoy hecho, gracias –repliqué guiñándole un ojo-, para hacer ejercicio necesito como único estimulante el aroma del barro mezclado con las flores, este aire puro que invade mis vísceras.

-Qué bárbaro, cuando quieras me pedís.

-Seguro, y después, cuando hagamos un descanso, te convido de mi petaca, compré un whisky que va a estar a punto caramelo.

-Joya –exclamó Miguel.

Para acceder al terreno de Darío, como buen novato y ante la mirada expectante de mis «baqueanos», tropecé en una piedra y caí en una zanja, por lo que me mojé hasta las partes íntimas, despertando carcajadas en mis amigos que casi les impedían respirar con comodidad. Igualmente había un solazo que me secó en diez minutos, además la caída me deparó un estornudo que suscitó en todo mi cuerpo miles de sensaciones agradables. Los mosquitos estaban amables, sólo me picaban ignorando los zumbidos en mis oídos. Yo me rascaba inútilmente, donando sangre bastante tóxica, por lo que imaginaba que los mosquitos irían a parar a la morgue. La única construcción que había en el terreno era un tablado sólido con vigas y estacas de hierro que lo habían mantenido en pie ante las adversidades climáticas que se tornan cada vez más densas y severas en la zona del Tigre. Ni siquiera se divisaba el paso de la crecida, las montañas de basura hedionda que suele depositar el río en las costas más desabridas. Abundaban plantíos donde se condensaban nubes de mosquitos y de vez en cuando se aproximaba alguna mariposa rosa o violeta. Darío, enarbolando su machete y Miguel, con una guadaña mañosa, pusieron manos a la obra rápidamente, trepándose a los árboles y cortando ramas con suma naturalidad. Esperé unos segundos contemplándolos, estimando su agilidad y fortaleza. Habían pasado una velada de joda, embriagándose y desayunando con marihuana, y derrochaban una energía que a mí sólo podía conducirme a un patatús. Yo me preparé, hice rotar mis hombros, ejercitando cómo debían darse los golpes con el hacha canadiense, y empecé a entrarle a un tronco que me indicó el ameno leñador.

-Dale fuerte y parejo, como si estuvieses garchando –me gritó, con una sonrisa colosal.

Yo al tercer golpe tenía que interrumpir para recobrar aire en mis pulmones e ímpetu en mi cabeza. Ya eran más de las diez y un calor pegajoso y húmedo empezaba a zaherir mi piel.

-Dale loco, no te detengas, así no vamos a terminar jamás –añadió Darío, colgado boca abajo como un mono, manejando su machete con destreza, lanzando puteadas jocosas.

La situación me motivó y mi físico respondió de manera excepcional. Para mantener el ritmo imaginaba que estaba hachando las cabezas de burócratas y gobernantes mafiosos, que enfrente tenía la carótida de conductores de televisión. De pronto el tronco comenzó a balancearse y Miguel emitió un aullido de alegría.

-¡Cuidado! –gritó Darío, atento a la inclinación que iba ganando el árbol, que amenazaba caerse sobre sus plantas preferidas.

Atiné a darle un hachazo a una gruesa bifurcación que planeaba por encima de mi cabeza, con lo cual milagrosamente logré enderezar la caída del tranco hacia un lado más descampado, salvando las plantas de mi amigo. El aplauso que sobrevino, al reposar el tronco sobre otros troncos cubiertos por un alambrado herrumbroso, fue digno de la acción. Esa hazaña me encumbró como un leñador capaz, tan diestro como desmañado. Miguel continuaba con su faena a guadañazo limpio, transpirando con fervor. Darío ya había disminuido un tanto su esfuerzo, y sólo macheteaba ramas seguras de caer.

Pasadas las primeras dos horas hicimos un primer descanso para fumar y beber. Estaba ideal para filosofar seriamente sobre el sentido de la vida pero se acercaron unas amigas de Darío, vestidas muy insinuantes (shorts apretados, remeras de escotes amplios), ofreciendo bollos de verdura y de carne e informando a sus amigos sobre sus últimas actividades en la isla. Una niebla opaca invadió lentamente el terreno, como una bruma que hiciera desaparecer una fiesta. Lo cierto es que las chicas, Anita y Mercedes, eran dos primores: la primera se dedicaba a la fotografía y la segunda era diseñadora de indumentaria ecológica. Las dos se consideraban, al mismo tiempo, artistas populares y atractivas. Las dos estaban separadas y criaban solas a sus hijos que se hallaban vagando por las orillas del río. Su piel era rozagante a pesar de rondar los cuarenta años y sus ojos sonreían de una manera luminosa en medio del velo de los mosquitos, el ramaje y el aire hinchado de una humedad blanca.

-¿Qué van a hacer después? Si la necesitan, les puedo prestar la motosierra –dijo Anita, rubia cuyos ojos, de un celeste aturquesado, vaticinaban instantes gloriosos, al igual que la parte trasera de sus apretadas calzas negras.

-Dale, estaría buenísimo –contestó Darío, engulliendo un celestial pastelito de espinaca.

-Perfecto, yo la manejo y le dejo la guadaña a tu amigo –dijo Miguel, palmeándome el hombro con rudeza.

Los mosquitos se estaban encarnizando en aquel momento con mis piernas. Así que me agaché para rascarme y desde allí dispuse de ángulos precisos para evaluar las anatomías femeninas. Me persuadí de su dulzura mientras juramentaba por las picazones. Todo eso sin soltar una botella de cerveza y un porrito consumido a medias, elementos que ofrecí a las chicas con la mayor amabilidad. Su aceptación alivió un poco mis brazos y pude estirar mi cuerpo tratando de despejar la sensación de picor. Podía ganarle la guerra a esos molestos insectos focalizando mi atención en los movimientos de Anita y Mercedes, quien se había apartado del grupo para cosechar una planta que tenía en la huerta de Darío. Lentamente, avanzando con gracia, abrazada a su planta de impetuosos capullos y hojas acanaladas de un verdor oscuro y estridente, entonó con una voz seductora de hembra sensacional:

-Esta me parece que la voy a presentar en el concurso de la isla.

-Está divina –dijo Miguel

Todos asentimos admirándola un ratito. Luego se pasó a una conversación llana sobre los eventos del día y sobre la jornada pasada, de la que quedé bastante excluido. Tenía la oportunidad de apartarme y respirar un poco en soledad, sopesando las vivencias matutinas y relajando un poco el físico antes de reanudar la faena de podación. Tenía las manos levemente heridas porque había trabajado sin guantes, rechazando como un tonto unos que me había ofrecido Miguel. Me acerqué al río y mojé los dedos, aproveché para mear en un resquicio del bosque y tuve tiempo de canturrear una canción. Cuando volví al terreno las chicas ya se habían ido, Darío había acompañado a Anita hasta su casa para traer la motosierra. El era un experto electricista, así que la obtención, extensión y enchufe de cables no sería un inconveniente. Mercedes se fue a trabajar con su planta, rescatando el cáñamo al que le daba diversos usos en la confección de sus prendas. Margarita, una mujer un poco rechoncha, morocha y simple, estaba cuchicheando con Miguel sobre cuestiones domésticas.

-Hola –me presenté.

-Hola –contestó ella, dándome un beso franco.

-El es el amigo de Darío –dijo Miguel.

-Ah, nos habló de vos…

-Sí, para mí todo esto es muy fuerte, no sabés el cambio que siento, la ciudad te aliena mal –comenté no demasiado convencido, procurando ocultar mi temperamento de bicho urbano.

-Acá en el barrio somos todos amigos y nos ayudamos mucho. Yo soy diseñadora de jardines… –dijo ella.

-Esto no parece una costumbre del siglo XXI, vivir en comunidad ya ha pasado de moda –exclamé cejijunto, resoplando por el esfuerzo físico que había realizado derribando y trasladando ramas y troncos sin ton ni son.

Pronto retornó Darío con la motosierra y una botella de cerveza de la que bebí anhelante.

-Se nota que venís con toda la tensión de Buenos Aires –comentó Margarita mientras comenzaba a pasear por el terreno, observando y evaluando positivamente nuestra faena.

Sentía los ojos de mis interlocutores radiografiándome. Podían descubrir y chupar mi esencia fácilmente. Y a la vez, yo penetraba hondamente en sus mentes, conjeturando su historia y su futuro. No podía detener la velocidad de las imágenes que se escapaban de mi memoria. No estaba mareado, simplemente me costaba entablar una conversación amena con estas personas, por más amables y encantadores que se mostraran. Margarita concluyó su recorrido y saludó a todos con una enorme sonrisa.

-Debo volver a ver cómo está la gorda –anunció, refiriéndose a su pequeña hija de cuatro años, a quien podía dejar sola sin inconvenientes, dado el elevado grado de confianza y la buena relación con todos sus vecinos, que la mimaban y querían como si fuera una hija de «la isla» o de su camaradería.

Era ya la una del mediodía y el sol tigrense rajaba los humedales y bosques, abochornándolos de cansancio. Reanudar la labor agreste se planteaba como una utopía. El hambre y la sed se apoderaron de nuestros cuerpos. La cerveza se había vaciado enseguida. Nos pusimos a reír como idiotas con chistes fáciles. Entonces propuse rumbear el almuerzo:

-Vamos por ese pollito y unas cuantas cervezas más…

-¡Vamos! –replicaron mis compañeros al unísono.

Cuando todo lo que nos rodea está rematadamente bien la vida se transforma en un aburrimiento mortal. Y en la cotidianeidad de Darío todo fluía con una «buena onda» que acababa siendo insoportable. Así que comimos y bebimos como sibaritas y burgueses conformistas, y salteamos la jornada de trabajo vespertina para tocar la guitarra y charlar sobre el devenir de un mundo cruel. A la noche, ya estaba tomando la lancha de regreso, exhausto y feliz.

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