El comunismo profundo
Las vicisitudes del viaje de Fausto lo desmoralizaron profundamente.
El creía que un mundo comunista, nuevo y pujante, se estaba imponiendo en el Este de Europa, pero pronto descubrió que los relatos y las elegías que le habían hecho varios colegas sobre la revolución rusa poco estaban relacionados con una realidad miserable, con similares vicios y crueldades del mundo capitalista. A medida que se adentró en Polonia vio que en el fondo se trataba de un pueblo subyugado más que convencido, opaco y sórdido. Varsovia, sin embargo, le dio algún que otro momento alegre. Allí conoció una rubia pechugona que plasmaba sus sueños más radiantes de lo que debía ser una mujer. Muy alejada de las cholas a las que estaba acostumbrado, era una hembra ardiente y lasciva que hallaba en el sexo la razón de su existencia. La conoció en un mitín del gremio de pasteleros, ella se acercó curiosa, y balbuceó un par de palabras en español que le encantaron. Esa misma noche comenzó su amorío con Agnieszka, una pastelera que estaba estudiando filosofía en la universidad.
El la quiso iluminar con sus pensamientos pero ella estaba interesada por su quena. Le gustaba los sonidos que sacaba de ella. Esas músicas andinas la enloquecían de placer. Se deleitaba con los sones de los Andes hasta que arrebatada, le quitó el instrumento a Fausto y se lo puso a tocar, intentando canciones polonesas que elevaban el humor del indio revolucionario.
Ella depositó la quena sobre el equipaje maltrecho de su amante y se acercó con una sonrisa demoníaca antes de darle un beso furibundo. No, no podía ser real lo que estaba viviendo. Olió su perfume a azahar, mordisqueó sus pezones y apretó sus nalgas, su piel blanca era suave como la seda. Trató de retener en su cabeza cada posición amatoria que ella le proponía, porque era ella la que le estaba dando el momento más dulce de su viaje.
Los recuerdos de Reinaga eran bastante evanescentes a la mañana siguiente. Ella se había ido temprano, a preparar esos pasteles mantecosos que a él le repugnaban. Se preparó un té de coca y se quedó mirando la soleada plaza del mercado, los grupos de paseantes parloteando alrededor de las estatuas y santuarios. La extremada devoción al catolicismo le parecía una completa herejía, incompatible con el temple socialista. «Acá hay un engaño» –dijo al vacío. Hablar en soledad era una estrategia que lo salvaba y le inspiraba para ponerse a escribir. Se acordó de su época bohemia en Buenos Aires y bajó hasta la conserjería del hotel. Estuvo una hora intentando hacerle entender a la recepcionista qué era lo que necesitaba. Hasta que se le ocurrió mover los dedos y teclear como un mecanógrafo. Un «botones» lo interpretó y lo acompañó hasta el museo de Madame Curie. Allí había unos alemanes que gritaban como condenados, funcionarios serios y pulcros, y una oficina con dos máquinas de escribir. Una de las dos estaba desocupada. Preguntó si alguien hablaba en español pero todos los secretarios continuaron haciendo sus tareas sin siquiera percibir su presencia. Y eso que llamaba la atención aquel indio bravo de cabello renegrido entre la rubiedad de los eslavos. Así que se dio cuenta que lo mejor era conseguir una pluma, un anotador e ir consignando allí sus observaciones o los frutos de su imaginación. A las tres de la tarde lo habían convocado a una reunión en el Partido Obrero Unificado Polaco. Faltaba una hora y tuvo tiempo de tomar en el mercado una sopa y una guarnición de bolas de pescado.
El andar solo, sin traductor ni nadie que lo guiara, lo llevaba a un estado fantasmal que lo protegía de sus naturales prejuicios. La imposibilidad de un mínimo de entendimiento lo estimulaba y lo proyectaba a emplear gestos ampulosos que acababan por divertir a los transeúntes y a quienes atendían sus tiendas. También se aproximó a varios soldados y fue uno de ellos el que le indicó cómo llegar a la dirección del partido. Allí, en la puerta, lo estaban esperando Choque, Huañapaco y Pacsi. Se abrazaron y oraron a la Pachamama, liberando un incienso con gusto a ajo y alhelí. Eran un grupo raro, en un momento intenso e íntimo, compartido con cientos de polacos humildes y entristecidos. Fausto recordó el significado de los nombres de sus compañeros. Su cercanía le dio una sensación de seguridad infinita.
La asamblea de obreros les resultó engorrosa y extremadamente aburrida, al punto de que Fausto se durmió durante varios discursos. Los asambleístas parecían aplacados y eso se notaba en sus enflaquecidas carnes. Fausto le narró a sus amigos sus aventuras con Agnieszka y Choque le recriminó que había caído en una tentación nociva, parecida a la de él, y encima le advirtió que su mujer era una vulgar pastelera mientras la que había sido su pretendiente era una funcionaria de alto poder adquisitivo. En aquel instante la discusión asamblearia elevó su tono y los animos se encendieron levemente: un obrero de un astillero, con un bigote afrancesado, echaba pestes de los rusos y les advertía a sus correligionarios que los estaban explotando. A Fausto le dio asco su porte y sus ínfulas de líder que quería arrastrar a la plebe a las trampas y miserias del capitalismo.
-¡Vámosnos de aquí! –le dijo a su comitiva.
Inmediatamente ganaron la calle y se pusieron a planificar la continuación del viaje a Moscú, evitando a los obreros locales que procuraron retenerlos para darles la palabra que les habían prometido.
-¿Para qué hablar ante una audiencia tan zonza?, ¿los han visto? Tenemos que llegar al corazón de los soviets para ver cómo funciona esto. Lo que es aquí, no le veo gran futuro… -arengó Reinaga a su tropa. Fueron a la estación de trenes y sacaron el billete para las cinco y treinta de la madrugada.
Fausto imploró a sus amigos que lo dejaran despedirse de la polaca de sus sueños. Ellos aceptaron y retornaron a su hotel a descanar y hacer los preparativos para el trayecto. Fausto aprovechó cada segundo para aspirar la esencia de Agnieszka. Su materialidad cárnica lo asombraba, sus dotes como amante lo extasiaron una vez más. Tenía que mantenerse despierto hasta la hora de la partida. La coca y el vodka lo ayudaron en tal propósito, al igual que el cuerpo fenomenal de la rubia.
En Bielorrusia la comitiva aymara no vio nada extraordinario ni diferente de lo que les habían parecido Polonia y Alemania Oriental. El socialismo de aquellos pueblos era insustancial para su concepción indiana. Algo forzado y chueco, trunco y sórdido. No había felicidad ni armonía en sus vivencias. Trabajaban como locos a beneficio de un Estado ostentoso y todopoderoso, que renía culto a la figura de Stalin. Y en todos lados, con mucha cautela y en voz baja, se comentaban las masacres abominables que cometía su cuadrilla de asesinos.
El paisaje de aquella república soviética era maravilloso. Eso no se podía discutir. Y desde el tren se disfrutaba enormemente, aunque el café que servían en el comedor indigestó a Fausto. Así que no pudo contemplar los castillos medievales, las cataratas celestiales, los lagos apacibles y los montes nevados y refulgentes. A medida que penetraron en Rusia los escenarios cambiaron, detectándose mucha organización en el movimiento de la gente y de los transportes. Los muchachos bolivianos estaban realmente perdidos allí, totalmente fuera de su hábitat natural. Les habían dado en el partido los nombres de dos contactos que tenían que conocer para que los guiaran por los principios del comunismo ruso. A Reinaga lo único que le interesaba era conseguir una entrevista con Kruschev. No quería perder tiempo visitando Stalingrado. Las maravillas soviéticas no lo deslumbraban. Se ensoberbecía ante escenas de miserabilidad humanas que jamás había soñado presenciar. Actos de egoísmo y de traición que no concebía en un mundo socialista. Algo estaba fallando. Marx y Lenin no podían estar equivocados.
El sino quiso que el puesto de embajador boliviano en Moscú estuviera vacante, simplemente porque no existía representación diplomática del país sudamericano. Así que los interlocutores que se cruzaron con la comitiva bolivian eran todos dirigentes de cuarta categoría, además de algunos malvivientes que intentaron esquilmarlos al captar sus limitaciones idiomáticas. No había gente que hablara español, a Fausto le daba asco hablar inglés aunque lo hacía decorosamente. Y el ruso era indescifrable… La ciudad les pareció enorme, envuelta en una actividad constante de trabajadores y personas que deambulaban aceleradamente, como si estuvieran compitiendo con la dinámica industrial de las ciudades estadounidenses. Entraron en un edificio cuadrado y superelegante, creyendo que se trataba de algún ministerio público. Era un teatro y les permitieron recorrerlo, con lo que tuvieron el privilegio de observar el ensayo de una orquesta sinfónica que los embelesó. Allí Reinaga intentó comunicarse con varios ayudantes y empleados pero ninguno le dio la menor pista de cómo contactar al líder. Luego presenciaron una obra breve de humor absurdo, llevada adelante por dos actores jóvenes desenfadados. Junto a ellos se sentaron unos chilenos que estaban recorriendo el mundo comunista a un ritmo mucho más holgado y con fines exclusivamente turísticos. A Fausto no le gustó ni un poquito su comportamiento huevón y su actitud de espías capitalistas. Sin embargo, eran los primeros en mucho tiempo con quienes pudo conversar. Ellos le recomendaron ir a Siberia a visitar el Gulag, el famoso Perm-36.
-Ahí hacen cosas atroces que ni los nazis se atrevieron. Allí está la contracara de todo este arte tan elevado –dijo un chileno, un hombre morrudo, medio cojo, de gran bigote, que se ufanaba de su condición de «hombre de mundo».
-Sí, toménse el tren Transiberiano. Después de eso no les van a quedar ganas de regresar a este «paraíso».
Reinaga escupió cerca de sus pies, despectivamente.
-¿Y ustedes saben lo que son las cárceles en Estados Unidos? ¿Qué me vienen con cuentos de torturas y genocidios, ustedes, chilenos, los únicos sudamericanos con ínfulas expansionistas? –arremetió Fausto
-Sí, primero devuelvan nuestro mar, devuélvanle al Perú lo que le han robado también, y luego sí digan lo que quieran del gobierno soviético –les espetó Huañapaco.
El director de la obra acalló a los infiltrados y solicitó a un guardia que se los llevara de la representación. Ello, a pesar de que su discusión intestina amenizaba y le caía bien a la obra, generando un efecto de shock y una gran atención por parte del resto de los espectadores, ciudadanos rusos del montón… Al punto de que varios empezaron a abuchear y a golpear sus zapatos duros contra el suelo, solicitando que continuara el debate, mas los sudamericanos prefirieron volar de ahí. Ya en la calle, evitaron trenzarse en una pelea ridícula que sólo podía conducir sus huesos al gulag que habían mencionado los chilenos. Fausto y sus amigos aún no habían conseguido alojamiento, así que preguntaron por el cuartel de bomberos, haciéndose entender por señales y chillidos. Una mujer gorda y sonriente los vio perdidos y simpatizó con su vestimenta y su pinta de hombres desheredados. Era extraño divisar extranjeros pobretones en la Unión Soviética. Por lo general, los turistas tenían credenciales o iban acompañados de intérpretes oficiales. Este grupo era irregular y desentonaba más por sus pieles cobrizas que por su ropa desastrada, y por la evidente confusión que parecía esculpida en sus rostros. La mujer los acompañó a la plaza Roja y al mausoleo de Stalin y Lenin, que estaba siendo visitado por miles de fieles, que hacían una cola de varios kilómetros, como si formaran parte de una procesión religiosa. A los sudamericanos no les interesó entrar. Ya habían visto demasiado y les alcanzaba con contemplar desde afuera la devoción del pueblo ruso por sus líderes embalsamados.
-Queremos dormir y descansar, mis pies no dan más, esta ciudad es infinita –dijo Pacsi intempestivamente.
Fausto tomó del codo delicadamente a la guía y le sonrió, apoyando su cabeza con suavidad sobre sus manos reunidas, simulanda que apoyaba la cabeza en su almohada. Huañapaco ayudó bostezando y Choque se arrojó sobre un cantero, llamando la atención de un guardia que acudió a retirarlo. Varios transeúntes se amontonaron para curiosear la situación. Entre ellos había un estudiante de lenguas extranjeros que manejaba el español en forma tan tosca como graciosa. Pronto Reinaga le contó de dónde provenían, el motivo del viaje, y sus expectativas respecto del viaje. Inmediatamente se pusieron de acuerdo para conocer la Rusia profunda. La limpieza de las calles, la corrección y simpatía de los obreros, la candidez de los niños que entonaban cánticos comunistas, y las decoraciones ampulosas de los edificios sólo podían revelar un plano superficial de la realidad soviética. Así fue que entre la guía y el joven traductor lograron acomodar a los huéspedes en un modesto hotelucho al que sólo acudían las parejas infieles.
-Es sólo por una noche y mañana nos tomamos el Transiberiano, bien tempranito –anunció Fausto a su tropa.
Las distancias en la Unión Soviética son inmensas, pero sus ferrocarriles son confortables, invitando el paisaje desolado a la modorra absoluta. La comida de las estaciones era abundante aunque bastante rústica, muy alejada de los gustos bolivianos. La mayoría de los alimentos les sabían sosos o agrios. Varias botellas de vodka polaco contribuyeron a sobrellevar los cuatro días de viaje hasta alcanzar la célebre Siberia. Finalmente, el guardia les avisó cuando el tren se detuvo en la estación del Perm-36. Allí divisaron a los presos políticos, intelectuales y burgueses que resistían los principios elementales de la Revolución. Deambulaban por un patio rodeado de alambres de púa, como si fueran zombies tranquilizados con extensas sesiones de torturas y discusiones sobre la crueldad con la que se imponía el régimen comunista.
La recorrida no se restringió a este «campo de concentración», también pescaron especies raras y congeladas en el río Glujaya Vilva que bordea al gulag, y durmieron en diferentes aldeas de nombres impronunciables donde serios mujiks y rubicundas labriegas mantenían un fuego eterno para calentar sus huesos. Lo hacían con un combustible barato que embriagaba levemente, mezcla de resina de abetos, ropa transpirada o con sangre de los prisioneros, cebo de cerdo y querosene. Los intercambeos verbales con los aldeanos eran mínimos, recurriendo ya como expertos al lenguaje de las gesticulaciones y los balbuceos primitivos. Se sentían como hombres de la caverna, y de hecho, una familia de Sim los invitó a un ritual yakuto-nenetso en el cementerio de mamuts de Krasni Yar, el cual finalizó con un tole tole que provocó la disputa por un hueso gigante y por obtener una porción en la tradicional ingesta del hongo amanita, guiada por un shamán que reconoció tener 387 años. Era una noche gélida más y los fogoneros del pueblo mantenían una hoguera descomunal que iluminaba las danzas atléticas de los cosacos. Los bolivianos no estaban en condiciones físicas para seguirlos, pero igualmente disfrutaron mucho de la ceremonia siberiana, y aprovecharon la situación para pedirle protección a la Pachamama. Fausto percibió que en aquel lugar no había rastros de comunismo, los siberianos disfrutaban de bastante autonomía y resolvían sus conflictos basados en la «ley del más fuerte». La presencia cercana del gulag no los amedrentaba y habían cimentado buenas relaciones con los funcionarios penitenciarios. De cualquier modo, a Choque y Pacsi les impresionaba la bondad que destilaban los siberianos, que les parecieron menos rusificados que el resto de los pueblos soviéticos visitados.
De regreso en el transiberiano, amodorrados por el exceso de amanita, el viaje transcurrió en medio de una sucesión de sueños profundos, pensamientos libres e iluminaciones espirituales. Fausto estaba decididamente desencantado, renegó de su marxismo y su pasión por el comunismo. El hombre no podía ser disciplinado de una manera tan atroz, hasta los agentes de la CIA que había conocido le parecían más sensatos y humanos que los líderes soviéticos. Corría el año 1956 y todavía no era sencillo viajar de un continente a otro. De hecho, el primer vuelo transoceánico se realizó en septiembre de aquel año, cubriendo el trayecto Moscú-Nueva York en 24 horas y 36 minutos. Se trataba de un Tu-104, y fue en verdad el primer vuelo de pasajeros con fines comerciales. A pesar de venir del régimen soviético, era un emprendimiento esencialmente capitalista. A los ciudadanos que conseguían divisas se los perseguía como a criminales ladinos, y algunos eran enviados ejemplarmente a los gulags siberianos que tanta repulsión les habían causado.
El ambiente moscovita les resultó más lóbrego y agobiante a su regreso. Fausto pretendió asentar denuncias acerca del trato que recibían los prisioneros, y las mañas y artilugios de los funcionarios, que mostraban lo profundamente arraigada que estaba la corrupción en sus almas. A su juicio, el stalinismo no había logrado imprimir una ética de honestidad y austeridad en el comportamiento del pueblo ruso. Y las mujeres, vaya demonios, todas aspiraban a lucir los vestidos de moda parisinos o de Nueva York, cuando intentaban hablar con alguna sus temas y puntos de vista eran todos superficiales o irrelevantes. En este sentido, veían que la propaganda disciplinaria y la difusión de consignas socialistas habían caído en saco roto. Por un momento, Fausto cerró los ojos y vislumbró que la era soviética no iba a durar mucho, y que se iba a descuajeringar antes del fin de siglo. Pregonaba estas consignas ante su pequeño auditorio amigo, que consentía y aprobaba todas sus palabras. El único que le planteó un punta de vista diverso fue el propio Choque, quien harto del pesimismo y el neo anticomunismo de su amigo, lo interrumpió gritándole:
-¡Basta, Fausto! Te has convertido en un cínico contrarrevolucionario, deja tu cháchara para cuando estemos de vuelta en Bolivia y vamos a conseguir unas cervezas, que en el mercado están baratísimas, aunque su sabor es un poco agrio…
Huañapaco y Pacsi se miraron dubitativos, jamás su compañero había sido tan irrespetuoso con el líder. Pero la verdad es que ellos ya estaban un poco asqueados del vuelco ideológico de Reinaga. Y no era la primera vez, era un hombre muy maleable, capaz de acomodarse a cualquier régimen político y a cualquier situación social, ya sea dilapidando bienes en fiestas aristócratas o en las sórdidas construcciones de El Alto, rodeado de escenas de pobreza que acongojarían al mismo Jesucristo. Así que consideraron que lo mejor era salir, airearse un poco y acompañarlo a Choque en su propuesta.
Al quedarse solo Fausto se sintió vacío, aunque preso de una ansiedad punzante. Se habían hospedado en un frío cuartel de gendarmes que estaban patrullando por el centro. Era una especie de galpón oscuro, con un fuerte olor a creosota. Como camas utilizaban unas literas destartaladas, con lonas grasientes y agujereadas, de almohada mudas de ropa transpirada. Sólo había un guarda sentado junto a la estrecha puerta por la que penetraba una luz blandengue, encendiendo un cigarrillo de tabaco rancio cuyo aroma convocó a Reinaga. El sabía empatizar con los militares, le fascinaban las armas de fuego automáticas, en lo que era una afición extraña que sólo había confesado a su esposa y sus hijos, a quienes había advertido varias veces:
-A estos facones no se les ocurra tocarlos, y ni hablar de la escopeta y la carabina. Yo a su tiempo les voy a enseñar a todos pero deben conservar el secreto. Tengo fama de pacifista y no la pueden arruinar.
Pero eso no era lo único, si bien su porte robusto y cobrizo de indígena sudamericano era reverenciado por los comunistas, porque lo asociaban a antiguas divinidades, siempre encontraba ángulos de conversación que interesaban a los soldados. El guarda le armó un cigarrillo con extrema habilidad y se lo prendió. Fausto tosió fuerte dos veces y enseguida se dispuso a platicar. El guarda tenía un aparato de radio que lo comunicaba con sus jefes, y en ese momento sonó. Igualmente le dio a entender que sólo hablaba ruso. Así que se alejó lentamente, rumbo al mercado, a ver si encontraba a sus compañeros. Capaz que ya se habían olvidado de su discurso pedante y lo perdonarían. El viaje había sido agotador y acabó con los nervios y la flema de Reinaga. El tabaco sucio y viejo le había dañado el estómago. Deambuló por las calles completamente perdido. Paró a algunos transeúntes pero ninguno lo interpretó correctamente. Hasta que se topó con un policía y probó con el inglés:
-Market, supermarket,
-Rynok –dijo el oficial, señalándole un imponente cartel con letras cirílicas.
Fausto le agradeció y le regaló una moneda boliviana. El policía le sonrió y le preguntó de dónde venía. Con suma paciencia, le explicó el problema de la salida al mar de su país, habiéndose aplacado su feroz desencanto con el comunismo. De todos modos, quería irse y retornar a su terruño, y quizá aquel simpático oficial podía ayudarlo. Apelando al mismo idioma, que ya implicaba toda una toma de posición respecto de la confrontación de los soviéticos con los Estados Unidos, en una actitud imperialista que jamás había soñado adoptar –salvo que se hallara en problemas como en el que estaba envuelto en el laberíntico barrio de Otrádnoye-.
-Imagínese que usted pudiera gozar de un permiso especial y por casualidad surgiera un pariente suyo en Sudamérica que lo invita a viajar. ¿Cómo lo haría? Sé que es difícil irse de acá. De hecho, hace ya cuatro meses que vengo viajando por toda la «Cortina de Hierro» y no encuentro la manera de regresar a mi país.
-No, eso es imposible, nosotros creemos en la razón y somos materialistas. Esas suposiciones o especulaciones sólo apuntan a comprar nuestra conciencia, si se hace real le digo, mientras tanto cuénteme a qué vino de tan lejos, ¿cómo llegó hasta aquí? Es usted un hombre rarísimo para nuestros estándares.
Fausto se sorprendió de que el policía hablara tan bien inglés, bastante mejor que los arrogantes españoles y franceses que había conocido a su arribo al viejo continente. Era una historia muy larga, y necesitaba reencontrarse con sus paisanos. Sólo dijo que era un intelectual importante, un líder comunitario que buscaba hacer una verdadera revolución en Bolivia, y que por tal motivo había venido a aprender de la experiencia soviética, con un grupo de artistas y académicos de toda América Latina. Hasta se dio el lujo de cuestionar que los yanquis se autodenominaran –e impusieran en todo el mundo- el apelativo de «americanos».
-El capitalismo aprieta la yugular de los pueblos hasta hacerlos escupir fuego. El poder de las masas revueltas es terrible. Usted, amigo, tiene que comprender.
Los horrores que había presenciado en Siberia se habían borrado de su mente. Al policía tenía que contarle todo lo positivo que había visto en la Unión Soviética, el aceitado funcionamiento de la sociedad, el estado de salud robusto y atlético de las mayorías, la maquinaria, infraestructura y desarrollos científicos, la ética y estética de la juventud, los altos vuelos de sus poetas y las desgarradoras narraciones de sus escritores.
-… y entramos a un teatro y escuchamos a una orquesta sinfónica maravillosa…
Reinaga se había colgado a conversar durante más de una hora hasta que el policía, que parecía no tener asignada función alguna más que atender a los relatos e impresiones del simpático boliviano, le propuso guiarlo hasta el Comité de Extranjeros, donde quizá lo ayudarían a volver a su país. Así fue que tomó contacto con un funcionario, que sí hablaba español, quien le comentó que en tres días partía un buque desde Génova. Fausto tenía la suficiente cultura para preguntar de inmediato por el recorrido en tren que debía hacer para llegar a Italia.
-Va a llegar muy justo, camarada, pero si coge el que sale mañana a las 5.55 a Varsovia, de ahí va a Checoslovaquia, Austria, y sólo tiene que cruzar la bota y aparecerá en Génova.
Eran asombrosos los conocimientos del funcionario. El inconveniente era que Fausto estaba seco, el escaso dinero que les quedaba estaba en manos de Choque y no alcanzaba ni para un pasaje. Y mucho menos para conseguir un lugar en un buque que seguro viajaba cargadísimo. El desafío era inmenso. De inmediato, corrió de vuelta al cuartel, llegando agitado, escupiendo los restos del humo apestoso que había tragado.
Los grupos de reclutas ya estaban durmiendo y el guarda esta vez lo miró con mala cara. Agarró el cigarrillo de su boca luego de darle una pitada profunda.
-¿Cómo es que llega tan tarde? Ahora el capitán me va a gritar e injuriar por un buen tiempo. Tengo orden de no dejarlo pasar, lo siento –le dijo lanzando el humo hediondo por sus narices, su boca, y las orejas.
La tenue luz de su farol reflejaba su perfil de rudo mujik. Fausto puso una cara de perro apaleado. El guardia repetía «I’m sorry» en una letanía indiferente. La escena era lastimera, Reinaga rompió en llanto y para despejarlo empezó a entonar unos cánticos aymarás, crueles lamentaciones por el trato que le estaban deparando los dioses. Choque estaba soñando con su enamorada parisina cuando oyó los quejidos de su amigo del alma. Otra vez lo sacaba de su objetivo, de su deseo de asentarse en Francia con ella, después de todo era un bombonazo comparada con su chola, que lejos estaba de aguardarlo impaciente, del otro lado del océano, y bien tierra adentro.
Ultimamente Choque disentía con todas las propuestas de Fausto. Su última obsesión, de renegar del comunismo, lo entristecía más que cualquier otra cosa. Ya no compartían charlas amenas ni disfrutaba de la grandeza de las repúblicas socialistas. El guardia ya tenía dispuesta su carabina para acabar con sus días. Sus gritos habían despertado al capitán, quien furioso se aproximó a observar el escándalo y la conducta de sus soldados. Al ver que se trataba de Fausto, le pidió al guarda que bajara su arma y lo dejara entrar, tragándose la cólera. Choque se había levantado y se acercó a la puerta para acompañarlo hasta el grupo, abrazándolo y conteniendo su llanto. Ningún soldado se burló de la situación. La resolución del capitán los instó a retornar a sus sueños, sólo faltaba una hora para que la campana tocara y salieran disparados a una fantástica mañana otoñal. Siempre mostraron respeto hacia los indígenas bolivianos.
Entre susurros, Fausto les contó a sus compañeros todo lo que le había dicho el policía, había que convencer a las autoridades de que les dieran el dinero para los pasajes de regreso. Sus camaradas respondieron con un significativo silencio. Ninguno estaba dispuesto a acompañarlo, de hecho, ya habían arreglado con el capitán que los dejarían entrenarse a la par de los soldados.
-En nuestro país las fuerzas armadas no están al servicio del pueblo, sino que obedecen a la oligarquía y burguesía, aliados naturales del imperialismo yanqui –consideró Pacsi.
-Sí, tenemos que aprender de los coreanos del norte, o de los vietnamitas, esos son nuestros hermanos y saben luchar contra inmensos ejércitos imperiales –reconoció Huañapaco.
-El ejército soviético nos ofrece sus campos de entrenamiento para que realicemos ejercicios de guerrilla urbana y rural. A los militares de nuestro continente sólo se los vence bárbaramente. Y hasta aquí hemos llevado un viaje bastante tranquilo, de escasa exigencia física, y necesitamos respirar aire puro. Así que vamos, muchachos –completó Choque, arengando a sus amigos para salir trotando junto al primer grupo de reclutas.
Así desaparecieron de la vista de Fausto sus compatriotas y hermanos, y a los dos minutos ya estaba solo en el inmenso galpón. Hasta el guardía se había esfumado. Reinaga sintió una fatiga inmensa y se arrojó sobre su litera. Resopló presa de un fastidio tremendo. El cansancio se evaporó cuando su mente se enfocó en la contingencia que estaba atravesando. Apiló sus trastos con desgano y descuido, y salió corriendo hacia afuera, guiado por la luz blancuzca que se filtraba por la estrecha puerta. Apenas puso un pie en el exterior, percibió un chistido que penetró en su conciencia. Era el capitán, quien con el ceño fruncido y golpeteando el piso con una de sus elegantes botas negras le solicitaba una explicación.
-¡Oh, querido capitán, le imploro que me perdone! –se arrodilló Fausto, hincándose e intentando coger una de sus manos como si fuera un santo o un ser superior.
-Levántese hombre, que desprecio a la gente que se humilla –le ordenó el capitán.
Un ataque de llanto volvió a envolverlo. Las crisis nerviosas de Reinaga se habían agudizado los últimos días. El capitán procuró aplacarlo nuevamente, conmovido por la desazón del intelectual venido de las antípodas.
-Pero Fausto Reinaga, con la fama que tiene y se acoquina ante mí, un rústico militar que sólo conoce secretos de armas y de cómo matar fácilmente. Relájese y cuénteme qué le anda pasando –le dijo suavemente, en tono de psicólogo.
Fausto llegó a balbucear sus excusas por haber retornado tarde anoche, molestando el sueño de todo el batallón. Pero sus excusas le dieron pie para plantearle su apremio:
-… y fui hasta el consulado, entusiasmado por la información que me dio el simpático agente de policía, y efectivamente estaba en lo cierto, y me dijeron que tengo que apurarme, y además, conseguir el dinero. Mis compañeros se quedarán aquí, entrenándose para expandir el socialismo en nuestro continente, y yo no tengo un cobre… –peroró Fausto con su rostro más lastimero.
El capitán ruso se ablandó nuevamente y procuró calmar a Fausto:
-Bueno, hombre, ya está. Le voy a dar un salvoconducto para que llegue hasta el puerto de Génova: un pasaporte donde consta que usted es ingeniero naval, enviado del gobierno a Sudamérica para asesorar a las industrias navieras del sur y procurar oportunidades de negocios. Sólo tiene que raparse, maquillarse un poco hasta parecerse al de la foto. Venga conmigo –lo instó el militar en tono severo.
Reinaga lo siguió hasta una pequeña oficina, iluminada por una lánguida luz blanca rodeada de moscas que revoloteaban tontamente. Sobre el escritorio había varias cajas y carpetas, un teléfono, una pluma y una máquina de escribir. El capitán abrió un cajón cercano al piso de un mueble de hierro desvencijado.
-Siéntese –lo invitó a Fausto, señalándole una silla petisa de patas torcidas.
Acomodar el culo en dicho asiento representaba todo un desafío. Reinaga titubeó y se puso en cuclillas, como si estuviera posándose sobre una pelela inestable. El capitán revolvió bastantes ficheros antes de dar con el documento deseado, que apoyó cuidadosamente sobre la mesa para que Fausto lo examinara. Se veía un rostro siberiano y ceñudo, que guardaba una leve semejanza con el del aymará. Ambos tenían ojos achinados y nariz chata, mentón ancho y mejillas sonrosadas, la mirada torva y pensante era parecida a la que esgrimía el líder sudamericano cuando enfrentaba a audiencias adversas en mitines que propalaban el comunismo extremo. La mayor diferencia era la calvicie del ingeniero, que contrastaba con las renegridas y duras crenchas de Fausto.
-Y…, ¿qué le parece? –preguntó el capitán, curioso y expectante, conservando siempre un tono amable.
Fausto recordó la buena suerte que tenía con los capitanes, tal vez su vocación estaba en las filas militares. Primero, el capitán del barco que lo había traído a la «Vieja Europa», cómo lo había agasajado y otorgado privilegios por su carisma discursivo, por el entusiasmo con el que predicaba la liberación de los pueblos oprimidos. Luego, el capitán yanqui que le consiguió papel y tinta para que pudiera escribir durante su breve encierro en la frontera entre las dos Alemanias. Y ahora, este capitán ruso, de apellido Yatsaev, que le daba el pasaporte a su viejo hogar como si fuese un mago todopoderoso, que lo convertía en otra persona: un agudo ingeniero naval soviético, con enormes proyectos. A él, que sólo había aprendido a decir ‘spasibo’ y ‘prositsya’ en los seis meses en que atravesó la Rusia entera.
-Y… tiene un aire. Me hace acordar a mi abuelo –comentó Reinaga al examinar la foto de su nueva identidad.
El mismo Yatsaev lo condujo en su auto hasta la terminal de trenes de Moscú y lo despidió con un abrazo de oso que no le borró su desencanto de la Unión Soviética. Cuando arribó al puerto de Génova, la sirena del transatlántico anunciaba su partida. Corriendo, y sosteniendo con sus manos varias valijas y un pequeño morral donde guardaba sus escritos y documentos, Fausto logró acceder a la plataforma que comunicaba al barco con su muelle de atraque, resoplando y ansioso por abordar la nave. Dos inspectores de la compañía naviera revisaron su pasaporte, mirándose extrañados. Le hicieron algunas preguntas en italiano y Fausto practicó un cocoliche con acento ruso que pasmó aún más a los vigilantes. La sirena volvió a sonar con un estruendo perentorio. Ante la respuesta ridícula de Reinaga los inspectores sonrieron y habilitaron el paso para el que era el último pasajero. La pinta desgarbada del indio no compatibilizaba con sus ideas sobre el porte de un ingeniero naval ruso, pero su billete tenía reservado un camarote y de hecho, muy lentamente, el barco ya estaba zarpando mientras Fausto ascendía por la plataforma rumbo a su amado hogar. Los pormenores del periplo de regreso se esfuman en un vaho de remembranzas asfixiantes. Lo único que le importaba al «ingeniero naval» ruso era pisar tierra americana. El comunismo indiano e idilíco que había alimentado su espíritu y su mente se desvaneció para dar lugar a un escepticismo atroz y una sólida admiración por determinados caudillos que se animaron a enfrentar a los ejércitos más poderosos del mundo, sobre todo por Tupac Katari, con quien se sentía profundamente ligado por fuerzas sobrenaturales. De todos modos, Stalin le parecía un tipo juicioso y justificaba sus acciones criminales porque se oponían al miserable colonialismo yanqui-europeo. Casi no cruzó palabra con los demás pasajeros de la nave, y sólo intercambió gestos con los camareros del bar para que le sirvieran tragos y le calentaran agua para sus tés de coca, explicando que se trataba de una hierba siberiana curativa. Así transcurrieron casi dos meses de navegación, anotando sus impresiones del viaje y dando luz a nuevas visiones de la geopolítica global. Sin enterarse de su derrotero, en un frío amanecer un ayudante del capitán golpeó la puerta de su camarote para avisarle que habían recalado en Montevideo, y que debía descender. Reinaga preparó sus bártulos y en un minuto ya estaba mostrando su documento ruso a un atildado funcionario uruguayo. El paisaje portuario a aquellas horas tempranas era lúgubre, y Fausto pudo divisar algunas escenas sórdidas, protagonizadas por bichicomes, putas borrachas y negros cafishios de perfil siniestro. Ingresó a un hotelucho con la escalera de entrada roída y preguntó si tenían una habitación. El conserje era un truculento joven de rostro mefistofélico, con ojos azul intenso que despedían un brillo enceguecedor. Mantenía una abierta sonrisa, de perfectos dientes nacarados, mientras lo contemplaba en forma sarcástica, sin ensayar una réplica a las palabras de Reinaga, como si no comprendiera su lengua. Fausto pasó su lengua sobre sus labios resecos antes de indagar el precio para sacar al joven de su mutismo. Luego de cinco minutos de socarrona contemplación, el charrúa le respondió:
-Son veinticinco pesos uruguayos, sólo aceptamos billetes y me lo tiene que pagar ahora.
A pesar de la concisión del conserje, Fausto quedó desconcertado. Sólo contaba con unos pocos rublos que le había obsequiado Yatsaev y unos roñosos pesos argentinos que le duraban de su estadía al otro margen del río de la Plata. Supuso que las pocas monedas bolivianas que tenía ni siquiera iban a despertar la curiosidad del empleado insidioso. Así que le mostró su pasaporte ruso para impresionarlo e inmediatamente le imploró que le permitiera descansar y que al día siguiente le pagaría. Esto confundió bastante al conserje, que ya se había esperanzado con la posibilidad de timar a aquel extranjero. Entonces apareció en el destartalado lobby el dueño del hotel, un hombre cincuentón, cojo y de enorme cabeza calva.
-¿Qué sucede, Gustavo? –dijo bostezando, abrochándose la bata y mirando a Reinaga por arriba de sus anteojos rectangulares.
-Es un pasajero ruso que habla perfecto español, dice que no tiene efectivo –contestó el conserje.
-Buenas noches –dijo Fausto-, sólo quiero un sitio para dormir, acabo de llegar y mis huesos necesitan una cama. Ya conseguiré el dinero mañana…
-No se preocupe –dijo el dueño-. Gustavo, acompaña al hombre a la habitación 13 y servilo como se merece. Mientras yo lo registro y me encargo de que esté todo en orden.
El conserje amagó coger el equipaje de Reinaga mas éste no lo permitió, agarrándolo orgulloso y atisbando al joven sonriente con una honda sospecha de que había querido estafarlo. Por eso, dirigiéndose al dueño, inquirió:
-¿Y cuánto cuesta la habitación? Porque 25 pesos me parece una barbaridad…
-Ay, este Gustavo, siempre quiere aprovecharse de los viajeros inexpertos. Mire, señor Yatsaev –pronunció con dificultad el dueño-, a mí me caen simpáticos los rusos, y sólo por eso le vamos a cobrar ocho pesos la noche, incluyendo un desayuno criollo que lo va a mantener fuerte durante todo el día.
-¡Oh, qué bueno! Muchas gracias –exclamó Reinaga triunfante, relojeando al joven humillado.
-¿Viene acaso para el Congreso del Partido Comunista? –inquirió el dueño.
-Sí, por supuesto –respondió rápido de reflejos nuestro héroe, que desconocía en absoluto la realización de dicho congreso. De este modo, bastante casual, Fausto podía recuperar su identidad original.
La habitación 13 era fea y oscura, olía a vieja humedad y desechos portuarios. El piso crujía y el colchón era duro como el algarrobo. Las sábanas le dieron urticaria y los gritos de las putas y los negros fuleros le robaron el sueño. Llamó al encargado y se quejó en vano de los ruidos, el encargado convocó otra vez al dueño, quien lo convidó con un mate y unas pastillas tranquilizantes. Así, ya avanzada la mañana, y cerca del mediodía, Fausto se sosegó, logró dormirse y atemperar sus agitadas impresiones en tierra americana. Al fin y al cabo, el dueño del hotel se comportó como otro ángel protector, asegurándole que más tarde lo acompañaría al Congreso, que se llevaba a cabo en un teatro céntrico. Y allí, Fausto recurrió nuevamente a su oratoria, asumiendo posiciones críticas de la dirigencia montevideana. Los acusó de flojos y traidores, de venderse al dinero norteamericano, de ser vagos e inútiles, de contentarse con parecer la Suiza de Sudamérica. Fausto estaba rabioso y echó pestes también a los representantes de varios países vecinos. En un momento de su discurso se envalentonó para golpear y patear la mesa de los delegados, trenzándose a golpes con algunos líderes locales que lograron arrastrarlo a una comisaría. En el calabozo Reinaga padeció otra crisis de conciencia y decidió abandonar el marxismo para siempre. Tras dos días de encierro, y cuando estaba envuelto en un desasosiego paralizante, don Patricio, el regordete dueño del hotel Aramaya, que le hacía recordar a su raíz aymará por su candidez y suficiencia, consiguió un abogado que logró ablandar al juez de turno, debiendo intervenir la embajada boliviana, pagar una multa y llevarlo custodiado hasta La Paz, como si fuese un delincuente juvenil desamparado. Con sus paisanos se sentía mejor, no los veía europeizados, como al resto de los americanos. En aquel congreso aprendió que el comunismo local se precipitaba a un abismo demencial, renegó de la revolución cubana y aseveraba que Fidel y el Che eran unos chantas, se ufanaba de ser peronista. Durante el viaje atravesaron las provincias norteñas, y las prédicas de Fausto agotaban a los soldados encargados de llevarlo.
-Ya deja tu politiquería, hombre, que nos cansas. El mundo está podrido y no lo va a arreglar nadie –le argumentaban.
La emoción de volver a ver a su familia se disipó pronto. Sus relatos del periplo europeo sólo fueron escuchados atentamente por su esposa. Reinaga continuaba preso de una angustia tan sutil como molesta. Se ponía a escribir y no le salía una idea. Los vecinos de El Alto lo trataban con recelo, era vox populi que estaba medio trastornado. A algunas personas incluso les inspiraba miedo, y creían que estaba poseído por algún demonio. Las actividades más cotidianas y corrientes le resultaban ásperas y hasta para comprar pan hallaba dificultades o complicaciones. Abrumado por sus pesares y preocupaciones, tomó la decisión de ir a su pueblo natal, tenía que consultar el oráculo de la isla del Sol, en Hayumarca, a la orilla de las playas de Challapampa. A cargo de la cuna de los dioses estaba un amigo de la infancia, irreconocible por su avejentado aspecto. Cuando lo vio, a Fausto casi le da un síncope. Era un personaje sórdido y solitario que solía espantar a los transeúntes como un cínico griego. El veterano brujo avanzó dos pasos y lo escrutó con una mezcla de desdén y regocijo.
-Pero Fausto, me habían dicho tu madre y tu esposa que estabas sembrando la revolución india en Europa; algo raro pero imprescindible, en estos tiempos que vivimos…
-Ay, pero Chukiwanka, ¡qué milagro se ha dado! ¡Tú, acá, controlando la tierra sagrada de Manco Capac y Mama Ocllo!, ¿quién lo hubiera dicho, con lo apático que eras…? Hombre, ¿qué te ha pasado? Eso de ver a Dios todos los días parece que hace salir canas y arrugas…
En el abrazo en que se confundieron Fausto lo apretó bien contra su cuerpo para atisbar la fortaleza de sus músculos, mientras «Chuki» (como le decían cariñosamente los creyentes) le salivaba el hombro, echando espumarajos de aguardiente ayahuascado.
-No te creas y no abuses de tu confianza, este viejo aún le puede traer problemas a atletas e intelectuales de tu talla –le replicó con una sonrisa santurrona que revelaba su dominio de la situación.
Y efectivamente, cuando Reinaga notó los hilos de baba que resbalaban por su mollera, a la vez que constataba que los brazos y el vientre de Chuki, a pesar de su flacura, parecían duros y tonificados, se abatató por completo.
Esto lo ablandó bastante al punto de soltar un par de lágrimas, se limpió con el puño de su camisa el cachete y comenzó a explicar el motivo de su visita:
-Estoy desesperado, ya mis palabras no despiertan el entusiasmo del pasado, todos los oradores de los mitines me parecen despreciables, y encima me abuchean, me han arrojado huevos y tomates, han desperdiciado comida conmigo. A mí, que los niños hambrientos me hunden en la melancolía… Que he entregado mi vida, mis mismas entrañas, a la causa del indio, a la defensa de los sueños de nuestro Manco.
-Sí, Fausto, te has convertido en un resentido, lo veo en tus ojos y en tu piel. En vez de curtirte y buscar la liberación por la lucha armada, te enredas en discusiones metafísicas que te hunden en una depresión profunda. Tienes que hacer algo, un viaje, una peregrinación a Machu Pichu, ahí encontrarás la raíz de aquello que te atormenta, la sabiduría de nuestros antepasados está enterrada en sus ruinas, y podrás encontrar a los dioses modernos que responderán atinadamente a tus interrogantes más acuciantes –lo asesoró Chuki.
Tan vacía estaba el alma de Reinaga que en ese momento tomó la determinación. No le importaba la falta de equipaje, aún le quedaban unos rublos y el salvoconducto de la policía boliviana, que lo protegía gracias a sus buenas relaciones con los torpes militares que gobernaban el país. Así que se apresuró y consiguió un bote que lo cruzó hasta Puno, donde al día siguiente cogió el tren hacia Cuzco. Al arribar a la ciudad sagrada, Fausto tuvo una auténtica revelación. Sintió en su cabeza y sus dedos un cosquilleo que lo impulsó a escribir «El Cuzco que he sentido», donde desarrolla su teoría indianista con una claridad celestial. Los indios peruanos le ofrecieron baños de humildad; alojamientos aprovisionados de objetos sagrados y una mística serena; vírgenes dispuestas a satisfacer sus curiosidades sexuales; comidas y bebidas sazonadas con drogas que iluminaron su pensamiento, haciéndolo terso y punzante a la vez. La ciudadela de los incas, además de majestuosa, le pareció un paraíso que ejemplificaba el buen vivir de su pueblo: sus soberbios monumentos, además de majestuosas, marcaban un camino y podían representar resistencia a las desenfrenadas fauces del capitalismo. Allí se quedó a vivir durante un año, en un albergue precario y ascético que lo tonificó y donde podía desplegar su imaginación hasta elaborar su propuesta de unión de los pueblos andinos. Apenas regresó a la paz, fundó junto a otros visionarios indígenas el denominado PIAK (Partido de Indios Aymaras y Keswas), dando marcha a su proyecto indiano transnacional. Con una colorida y ostentosa ceremonia, Reinaga y su séquito se dirigieron a Las Peñas, lugar donde fue ejecutado el revolucionario Tupac Katari, donde cada indio rubricó con su sangre su pertenencia y compromiso por el movimiento.
Los primeros tiempos fueron tumultuosos. Fausto tuvo que desarticular sus amistades con la policía y los organismos militares. Públicamente desafío a cuanto dirigente mestizo osó ridiculizarlo. Armaba piquetes y huelgas enarbolando cuchillos, carteles alusivos a la explotación de los indios, y peleándose inútilmente con soldaditos tímidos. De este modo, desembocaba en las comisarías con bastante frecuencia, donde procuraba difundir su doctrina indiana, conversando con los guardias, la mayoría jóvenes de sangre indígena.
Cuatro años después, y para aglutinar a compañeros que habían quedado excluidos de su plataforma, se propuso la creación del Partido Indio de Bolivia (PIB), cuyo jefe ejecutivo y espiritual no fue otro que nuestro héroe. Su condición de líder, a pesar de ser cuestionado por sus deslices y su pasado oscuro, se afianzó espectacularmente, no tanto por su verborragia como por su aplomo y su mirada feroz.
Como en cualquier otra situación en su historia, Bolivia estaba ingobernable: los golpes de estado se sucedían unos a otros, dando cuenta de la calidad de estado fallido, mucho antes de la invención de dichos término, utilizado por las potencias hegemónicas para denigrar los rebeldes de sus colonias y factorías. De todos modos, esto no significaba que estaban dadas las condiciones para la puesta en marcha de la lucha armada en las selvas y montes del Altiplano, y mucho menos con una visión campesina, como la que quería comandar el Che.
Reinaga, que conversaba con frecuencia con los altos mandos del ejército boliviano, tenía cierta noción de lo que estaba pasando. Informes de la CIA ya habían ubicado el foco guerrillero de Ñancahuazú. Su partido indiano vituperaba a los europeos, y entre ellos denigraban a los comunistas, ya que los suponían «los más falsos de los hipócritas». «Los comunistas criollos no existen, son todos esclavos tontos» –arengaba. O bien, «.. las camarillas trotskistas que se vayan al demonio. Yo estuve en Rusia y viví los horrores de sus campos de concentración, sé cómo sufren las mayorías mientras una élite burócrata acumula riquezas cual burgueses del otro lado del Muro«.
Nuevamente, Fausto se estaba comportando como un cretino, desagradecido con todas las atenciones y ayudas que recibió por el mero hecho de ser un indio de mierda. Porque sí, esa era su condición, una mierda de indio. Cuzco quería decir «ombligo», y la revelación consistió en un hundimiento en un ombliguismo ciego y fatal.
Cuando Fausto se enteró de que su hijo Ramiro se había sumado a las filas del Che no se le movió un pelo, había perdido el sentimiento de cariño por sus hijos. Toda su vida había adoptado conductas egoístas extremas, poco paternales. Sin embargo, y a pesar de su personalidad manipuladora y maniquea, varios de los trece que tuvo lo amaban con fervor, y el mismo Ramiro se hizo escritor para difundir la obra de su padre. Cuando difundieron la noticia de la captura y la vil ejecución del líder argentino-cubano Fausto aplaudió y salió a celebrar con la oligarquía más repugnante del país.
A ese grado de perversión llegó el amauta, y aún así se cree importante rescatar su voz, cuando su vehemencia y energía se dirigía a estrangular el pensamiento occidental judeo-cristiano. Su carácter permeable a las influencias de la coca y la ayahuasca construyó una filosofía amáutica de pretensión universal, conteniendo la última parte de obra una fuerte impronta pagana, un deseo de retornar a la épica barbarie de sus antepasados, proponiendo éxodos alegres: «Las guerras no sólo traen muerte y destrucción, desplazan personas hacia lugares más tranquilos, donde el influjo de la imbecilidad de la filosofía «del más fuerte» sea menor. Es un crimen quitarle a las personas su lugar de origen, y ni que hablar sus viviendas, sacarles el trabajo, el pan de la boca. Es una actitud sádica que suele emplear la casta dominante, donde hay tantos blancos opresores como algún cacique traidor, que de indiano sólo tiene la flojera y la borrachez«.
El fracaso de los partidos políticos de Reinaga de muestra que no basta con tener inteligencia para acceder al poder, sino que lo más importante es contar con millonadas de billetes. Así funciona la democracia, estúpidos. Es lo menos representativo que uno pueda concebir. No es que sea aficionado a la anarquía, sólo basta con leer la historia o salir a la calle: enseguida aparecerán detalles que reflejan la injusticia y la crueldad del sistema social democrático, ya que siempre desemboca en tiranías perfectas, como la actual, donde la automatización y alienación del ser humano adquieren ribetes espeluznantes.