VII. Dedicación exclusiva
Felicia cenaba con un cliente en un restorán del Centro. Era simpático y más joven que Francisco, por lo que comenzó a dudar si era conveniente abandonarlo. Desde que se había metido como profesor se había vuelto menos tierno y considerado, ya no la besaba ni contemplaba con el rostro embobado como antes. En cambio, el cliente bizqueaba de lo linda que le resultaba, su escote y sus labios lo hacían alucinar.
-Podemos ir en un crucero hasta tu país, comprarle una linda casa a tu familia y retornar contentos y casados a Buenos Aires.
Lo acababa de conocer y ya le hacía tamañas proposiciones. La negra se reía, simulando estar abochornada por el ofrecimiento del tipo. El era pelado y sus facciones rectas y pulcras, su voz varonil, reposada y segura la invitaban a soñar. «Me cogió bien el tipo este. Sí, lo voy a cagar al viejito, él debe estar adaptado a la crueldad del mundo a esta altura de su vida. Además, se fue con una alumna rubia y me lo contó como si fuera una hazaña…».
De esta abrupta manera Francisco se quedó sin negra. No le importó demasiado mientras estuvo sumido en su labor pedagógica. Durante los primeros meses de enseñanza le concedió a su trabajo un fervor religioso, una pasión desordenada. Ni advirtió siquiera que Felicia había desaparecido del cuartucho: se dedicó a la Cirrosis ‘a tiempo completo’, sin desviar su mirada hacia fruslerías o estupideces. Encontraba en su profesión una pureza notable que nacía en su pecho y se expandía por su piel hasta revelar a los alumnos los conceptos más abstrusos de su materia. Se había transformado en un adicto de ley, ahora su adicción redundaba en algo bueno para la sociedad: la instrucción de los jóvenes que conducirán el país en el porvenir. La vida representaba ahora para él un drama interesante. Su misión social era trascendente, proyectaba ‘hacer escuela’ con su cátedra, lo que significaba una revolución, un cambio de paradigma en la forma de hacer ciencia en la Argentina. Cuando Francisco notó la ausencia de la carne oscura, la insultó y le gritó maldiciones a su fantasma. Enseguida se puso a investigar acerca de la influencia de la Cirrosis en la muerte de artistas geniales. Francisco llamó por teléfono a una bonita profesora de Historia del Ocio que le había guiñado un ojo en una asamblea de docentes. Esta vez respondió un contestador automático, que equivalía a nada. Francisco cortó sin dejar mensaje. Puteó. Quiso volver a su estudio pero no encontró ni un artista genial. Estaba tan abrumado que se había olvidado de servirse vino. Estaba metido en un trastorno: su vaso había permanecido vacío por más de una hora. ¿Qué hacer? Una fuerza extraña lo obligaba a mantenerse pegado a su silla. ¿Cómo alcanzar la botella desde allí si está en la cocina? «Hay cosas imposibles de analizar» –leyó en la pantalla de su computadora.
Descartada la mujer, teniendo el alcohol cerca, su dedicación a la Cirrosis evolucionó con un ritmo acelerado. Consiguió aceitar su mente y le salieron buenas ideas que plasmó en su PC. Su existencia se estaba cristalizando, haciéndose cada vez más transparente. Sus amores y odios aparecían nítidos, lograba identificar cada segundo que había vivido sobre la tierra y eso lo conmovió, comenzándole a temblar la mandíbula. ¿En qué delirio se había introducido? La normalidad se apoderaba otra vez del cuerpo y de las horas de Francisco. Tras un extenso período de arduas anotaciones y digresiones cerebrales que lo llevaron a un limbo soporífero, el sonido penetrante y nervioso del timbre sacó al profesor de su viaje cirrótico. «Uy, otra vez el regreso a la realidad, siempre se acerca un especímen loco para turbar mi obra. Así nunca llegaré al nivel de Sarmiento. Aberraciones a quemarropa comienzan a envolverme cuando me aparto de la divina presencia del vino. Voy a servirme un vaso antes de abrir la puerta» –razonó Francisco. El timbre volvió a sonar, acentuando su nerviosismo. Era Ariel, que traía sus apuntes del Laboratorio de la Locura bajo el brazo, portando un semblante sereno, sonriente y seguro.
-¿Qué hacés? –preguntó Francisco, feliz de que el visitante fuera su querido y joven colega.
-¿Querés ir al cine? En la Universidad hoy pasan una película buenísima sobre la desocupación en el Tercer Mundo, creo que se llama el Trasfondo de la realidad.
-Tengo que preparar mi clase.
-Nada mejor que la improvisación para dar Cirrosis.
-Estoy de acuerdo, además Carlos me dijo que es un peliculón.
-No te vas a arrepentir –dijo Ariel.
-Recojo mi campera y salimos.