Vicisitudes del campeonato de bola 8
El primer rival que le tocó a Manuel Silva era un patovica que trabajaba en la zona de la disco. El tipo era muy torpe y lo ùnico que lo salvaba era la facha de malo. El tipo miró a Pamela como un patán conquistador y eso no le gustó. Ella no le dio cabida e hizo un comentario despectivo, antes de retirarse para atender otras mesas.
-Después vuelvo, nos vemos, cariño –le secreteó a Manuel.
Las jugadas de Silva fueron claramente menos brillantes que las empleadas en el partido con Alcides, no convenía despertar sospechas entre los competidores más diestros y avezados. Se hizo el chambón varias veces para alargar las partidas y darle algo de charla al matón que lo enfrentaba. Igualmente lo venció con claridad y al darle la mano soportó con estoicismo el apretón malicioso de su rival. Su mano estaba curtida y ante el asombro del patán, terminó él comprimiéndolo hasta hacerle crujir los huesos de la mano. Luego de la primera ronda se armaron los enfrentamientos para la segunda, oponiéndose a Manuel un coreano petiso que fumaba y tomaba whisky a ritmo agitado. Además, estaba acompañado por unos veteranos de su nacionalidad que parecían pertenecer a una yakuza de perfil bajo. El coreano se defendía bastante bien y lo puso a Silva en algunos aprietos. Aquí debió apelar a su estirpe y su manera de agarrar el taco puso en alerta al público coreano. El primer partido lo ganó el coreano sudando como un loco, con tiros perfectos. El segundo fue para Manuel prácticamente en un turno, sin darle oportunidad alguna a su contrincante y la cuestión se dirimía en el tercero. Allí, luego de una disputada serie de carambolas, movimientos de bolas maliciosos para estorbar el juego del rival, cuidados efectos y cálculos esmerados, Manuel se impuso por puro talento e inspiración. La moza estaba cerca y se echó encima de él, abrazándolo y llenándolo de besos. La dicha de Silva era infinita. Los coreanos fueron respetuosos perdedores y saludaron cortésmente a la barra paraguaya.
Una característica del torneo era su desapego a cumplir con aspectos reglamentarios hacia los cuales Manuel era muy puntilloso. Por ejemplo, luego de cada ronda se permitía a los jugadores un descanso de media hora, lo que no se podía hacer en Caín, ya que la mayoría del público asistente estaba aguardando por el show sexual que comenzaba a las tres de la mañana. Ahí se ponía caliente la cosa y Manuel veía en todo ello escasa seriedad y nulo profesionalismo. Igualmente le interesaban todas las actividades paralelas que se desarrollaban en Caín. En vez de asemejarse al infierno, para él el ambiente era un paraíso. Así de animado afrontó las rondas de octavos y cuartos de final, siendo sus contrincantes un adolescente vivaz con risa de idiota y un obeso kioskero que se había destacado como campeón de billar a tres bandas. La adaptación a jugar Bola 8 había sido para él una auténtica pavada, y había ganados la mayoría de sus partidos en 5 o 6 tiros. Es más, antes de comenzar el juego le advirtieron a Manuel que se trataba de un invicto. En cuanto al adolescente, fumaba desaforadamente y estaba acompañado por un grupo de colegialas atrevidas y «emos» que atrayeron a muchos clientes. El dueño de Caín se frotaba las manos. El torneo estaba siendo un éxito. Llegaron a las semifinales los tres preclasificados y Manuel, que fue bautizado por el locutor como la «sorpresa» del evento. Siempre abrazado y besado por la moza al final de cada encuentro, Manuel había comenzado a sudar y necesitaba reponerse tanto con bebida como con alimento. Los paraguayos contribuyeron y pidieron cuatro cervezas y dos sandwiches de milanesa más, de los que el obrero mordisqueó en forma vehemente. Ellos también estaban procurando conquistas amorosas con resultados dispares. Trataban de entrar en conversación con todas las chicas bonitas que cruzaban por su mesa. Comenzaron a hablar en guaraní cagándose de risa, y aplaudían extasiados las jugadas magistrales de Manuel. Así, en semifinales, Silva se impuso al campeón del torneo del año anterior, con un score de 4 a 2. Los partidos habían sido muy reñidos y con una estrategia bastante sólida –aunque especulativa- por parte del ganador. En un momento se dedicó a «taparle» bolas a su rival y a enamarañar sus posibilidades de juego. Trató de destruirlo moral y psicológicamente, sin dirigirle la mirada ni prestar atención a sus gestos caballerosos. Se concentró en el premio que lo esperaba después de la gran final, no sólo en el monetario sino en el goce del cuerpo de Pamela. Así apeló a tretas extrañas para disponer de mejores ángulos y conversiones relativamente fáciles. De hecho, el campeón no era ingenuo y también tenía sus artimañas y vericuetos para complicar a Manuel. La otra semifinal había sido menos disputada, logrando el vencedor cuatro tirunfos consecutivos y rápidos que lo colocaron como el favorito en las apuestas. Se trataba de Juan Rivadeneira, un veterano que reconoció a Silva de viejos lances en Ramos Mejía, cuando los dos eran jóvenes inquietos de pensamientos nobles. Ninguno había cambiado, sabiendo conservar en su actitud una clara aureola juvenil. La diferencia era que Rivadeneira, además de gran jugador de pool, era un reconocido contador que había alcanzado una muy buena posición económica a base de maniobras de elusión fiscal. En otras palabras, era «un tigre para los números», todo lo contrario de Silva. Además, había formado una familia como Dios manda, hallándose en Caín sólo uno de sus vástagos porque la esposa repudiaba al local bailable. Ella le había advertido:
-No voy ni loca allá, y lo mando a Juan Cruz para que te cuide e impida que una puta de mierda quiera sacarte la guita.
Rivadeneira no protestó, el sólo iba a jugar el Torneo de Bola 8, recogería su premio y volvería a casa para ver la tele junto a su mujer en la cama y revisar los contratos de unos clientes jugadores de fútbol. Manuel lo saludó y comenzó a reírse, contagiando a su rival.
-A vos te conozco, Juancito, ¡pucha que pasaron años, la concha de su madre!
-Manuel Silva, ¡qué loco que eras! ¿Qué de tu vida?
Se abrazaron y lloraron por el reencuentro. Recordaron que ya habían jugado una final en el año 1974, en una época bastante explosiva del país. En aquella época Silva vendía condimentos por ferias del Gran Buenos Aires mientras Rivadeneira estudiaba de una manera frenética las leyes contables. Aquella vez se había impuesto Rivadeneira por la mínima diferencia, Manuel se había quejado al juez de que Juan lo había perjudicado, desconcentrándolo con gesticulaciones obscenas y carantoñas. Se había quedado envenenado con aquel resultado. Había estado a un paso de la gloria y ésta le había sido esquiva. ¿Qué podía contarle a aquel señor, a aquel hombre respetado y respetable, él, un humilde obrero vagabundo que no había logrado levantar cabeza ni salir de una pobreza chata? El locutor aguardaba a que finalizase el prolongado saludo de los rivales. Manuel le dijo:
-Voy por la revancha Juancito, la vida da mil vueltas y ahora nos volvemos a ver, a mí me pasaron muchas cosas malas, jodidas, pero aquí estoy, fuerte y dispuesto a ganarte, con todo el respeto que me merecés.
Rivadeneira le dio una palmada, comprendió que un abismo de vivencias horribles lo separaba de aquel hombre humilde, de aspecto escuálido y timorato pero de una firme voluntad y una enorme capacidad creadora que seguramente aplicaría al juego. Las bolas ya estaban acomodadas y el sorteo indicó que debía arrancar Silva. Las partidas fueron tan disputadas como las de su anterior final. Habían pasado treinta años y las destrezas de ambos se habían mantenido intactas, perfeccionando aún sus miradas y sus ojos para acertar las jugadas anunciadas. El evento estaba siendo filmado para ser comercializado en el mercado negro de Liniers. El espectáculo, mucho mejor que el que ofrecían en los programas de TV del género, atrapó a varios espectadores que habían acudido a Caín sólo para desatar sus impulsos sexuales. La barra paraguaya y Pamela vibraron con su apertura y el desarrollo del primer partido, que se definió en forma sufrida a favor de Manuel. La cosa estaba más que pareja y peliaguda. Durante el tercer partido Rivadeneira percibió que el taco de Manuel era el mismo que había utilizado treinta años atrás, cuando el suyo era de reciente factura, con todos los ribetes de una madera y caucho de primera calidad. Juan Cruz relojeaba a Manuel y lo admiraba en silencio, se las arreglaba para entorpecer las jugadas de su padre, que siempre resolvía los juegos con solvencia y alguna que otra fanfarronería. El público había tomado partido decididamente por Silva, a pesar de que no era el favorito en las apuestas. Los astros parecían conjurados para darle su noche más soñada. Lo alentaban porque su imagen era más simpática que la del contador, mucho menos relamida. Los paraguayos hacían cierto barullo cuando Manuel embocaba una bola imposible. Pamela se paraba y saltaba, aplaudiendo a Silva como si fuera su mujer. Juan Cruz la vio y se dio cuenta de que se proponía engañarlo. Era tal como había vaticinado su mamá: el lugar estaba lleno de putas y seguramente ella se quedaría con el dinero del premio, siendo probable además que estuviera entongada con el dueño del local, que no era otro que el locutor. La final se puso 3 a 3 y éste comenzó a vociferar, abrazando de la cintura a una camarera más carnosa que Pamela: «Señoras y señores, estamos en presencia de un partido histórico, como lo han podido ver con sus propios ojos aquí, en esta noche mágica de Caín. La final del Torneo de Bola 8 ha sido un espectáculo sensacional, y nos podemos considerar privilegiados de tener a dos bestias del pool peleando por el título. Les pido un fuerte aplauso para Manuel y para Juan, que pronto dirimirán la cuestión con el último partido, por un premio de 100.000 pesos, y luego sí, las mesas se habilitarán para el festejo y un show caliente que espero no los siente de culo«. La ovación no se hizo esperar, duró dos minutos y después arrancó el séptimo juego, tan intrincado y peleado como los precedentes. En esta ocasión Manuel, ante un tiro decisivo de Juan, ensayó una morisqueta que atragantó a su rival. En ella se reflejaba todo su pasado tortuoso, el sufrimiento por los vejámenes de su padre y de otras personas que lo maltrataron, como su actual jefe. Pesados trabajos físicos se amalgamaron en su semblante, tortuosos recorridos en busca de algo de dinero, o aunque fuera, un pedazo de pan no tan duro. Podría ofrecérselo a su abuelita o a alguno de sus hermanos. La cara de Silva le sugirió al contador mil historias tristes, padecimientos inenarrables que le costaba concebir. En el paño verde sólo quedaban la bola blanca y la ocho, debiendo Rivadeneira hacer una o dos bandas para llevarse el partido. Pero la mueca de Manuel lo distrajo y pifió la bola blanca, dándole de costado y dejándole el partido servido en bandeja a su rival. Manuel pronto se compuso y dibujó una sonrisa triunfal. El tiro final lo hizo pasando el taco por detrás de su espalda en su único alarde de habilidad de la noche (además, su cuerpo no alcanzaba a hacer pie si efectuaba el tiro desde una postura convencional. Rivadeneira fue el primero en aplaudir y felicitarlo, dándole un abrazo y llenando de lágrimas su camisa elegante. El locutor aulló: «Y el ganador es Manuel Silva, el «tapado» del torneo, ¿vieron, señoras y señores, que a veces está bueno curtir un perfil bajo, y que sirve como estrategia para conquistar chicas hermosas, como es el caso de nuestra Pamela«. La moza se trepó a la mesa de pool e hizo un strip-tease extraordinario, levantando incluso al público más veterano. Los paraguayos estaban más que alzados, Alcides y Edigio se aproximaron a la mesa y abrazaron efusivamente al campeón. Al acabar el show de Pamela, el locutor retomó la palabra:
-«Ya ven, Manuel se va a llevar este primor. Aprendan a jugar al pool, muchachos, y quizás un día tengan su suerte. Ahora vamos a pasar unos videítos porno y después sí, la fiesta de los swinger se viene con todo. Va a arder Caín, hasta pronto, respetable público».
Silva había recibido su premio, tomó de la mano a Pamela y la llevó hasta la mesa.
-¿Y ahora qué vamos a hacer? –preguntó ella.
-Vamos para casa, mamita.
-Vamos, mi campeón.
Al revisar el cheque Manuel vio que tenía dos ceros menos de la cifra esperada, o sea que sólo le habían dado 1.000 pesos. Comenzó a putear e intentó retornar al boliche para pedirle explicaciones al dueño. Además necesitaba efectivo para poder pagar un remís hasta su casa. Pero adentro de Caín Pamela se perdió rápidamente y a Silva ni le permitieron acercarse al patrón. Agarró su palo entonces y comenzó a golpear a las nudistas en sus culos. Cuatro guardias se abalanzaron sobre él, lo redujeron en menos de diez segundos y lo arrojaron a la calle. Así de ingrato fue el reconocimiento a su brillante campeonato de pool.