mi correo
Continúa creciendo y más todavía. En los viejos tiempos, muchas cartas eran de mujeres, a menudo con fotos. Les decía que vinieran a visitarme. Las buscaba en el aeropuerto y las llevaba a casa. Entonces había bebida y sexo. La mayoría se quedaba dos o tres días, luego se iban. También había cartas de presos, algunas tan lejanas como de Australia. Contestaba estas cartas. También había cartas de poetas, conocidos y desconocidos. Luego, había unos casos mentales, y estas también las respondía. El problema era que todos querían respuestas inmediatas, una correspondencia de toda la vida. Cuando les informaba que esto no era posible, recibía algunas respuestas violentas e irracionales.
Me veo escribiendo docenas de cartas por mes. Y mi intención como escritor ha sido no corresponder a ninguna de ellas. Finalmente dejé de mimar a mi casilla de correo. Leo mi correo pero en el noventa por ciento de los casos no respondo. Oí una historia sobre Faulkner. Cuando recibía una carta, la colocaba a trasluz, y si no veía un cheque en su interior la arrojaba sin abrirla. Yo leo mi correo y luego lo arrojo a la basura. Ahora, gran parte de mi correo es de profesores universitarios. Algunas son precisas y lo suficiente amables pero pocas merecen una respuesta. Y hay algunos libros de poesía auto-publicados por semana, pocos merecen respuesta. Las mujeres, los convictos y los locos han abandonado. Aún me llegan cartas de gente que anuncia que vendrá pronto a la ciudad para «tomar ocho o diez cervezas» conmigo.
Mi trabajo como escritor es escribir. No soy consejero ni festejador, tampoco estoy interesado en leer libros de poesía o acostarme con alguna admiradora, o hacer bombos o recomendar genios olvidados a mi editor.
Cuando era un escritor desconocido, enviaba mi trabajo directamete a revistas y editores sin una carta de presentación. Jamás golpeé la puerta de nadie, nunca le leí mi trabajo a mis esposas ni a mis novias ni a nadie. Cuando estás en una lucha por premios te trepás al ring. Lo hacés donde se debe. Y no en tertulias literarias ni escribiéndole a Burroughs, Mailer o Ferlinghetti. Te sentás delante de tu máquina. Lo escribís en las paredes o en los bordes de los diarios. Y seguís haciéndolo, haciéndolo, y si tenés los huevos, la risa y la manera de decirlo, finalmente lo lograrás. Olvidarás todo lo demás.
Los dioses son buenos. Sólo quieren asegurarse.