III. Una alumna aplicada

Apenas concluyó la clase, Francisco pisotéo un cigarrillo y se sentó en el escritorio. Pronto los estudiantes volvieron a intimar y comenzó a crecer un barullo que arrulló al profesor. Lo sacó de un suave y acogedor estado de semivigilia la rubia que no sabía vomitar.

-Me hechizó la clase, ojalá que todas sean así –dijo la estudiante, bella y delicada como una flor.

De cualquier modo, la negra dominicana se hallaba presente en la modorra que atravesaba el catedrático.

-No suelo cambiar de estilo, no necesito recurrir a las modas y creo con fanatismo en que la única vía para el éxito, en la difícil coyuntura económica que estamos padeciendo en el continente, la ofrece esta Universidad. Desde aquí combatiremos malas costumbres que, una vez desaparecidas, harán de nuestro mundo un lugar más vivible.

-Usted me ilumina -dijo la rubia.

-Sí, es que estoy acostumbrado a la oscuridad, a la suciedad y la negra cercanía de la muerte.

-¿Tomaría un café conmigo? –preguntó la estudiante en un tono esperanzado.

-Soy un hombre comprometido –contestó Francisco.

-¿Tiene que ir a otro lado ahora?

-Me podés tutear, preciosa.

-¿Entonces venís?

-¡Vamos!

Extrañamente, Francisco no se maravillaba con su buena suerte, la asumía como algo normal después de haber pasado veinte años de diversas penurias y tormentos, dedicándose exclusivamente a disfrutarla. Así fue que luego del café se llevó a la rubia a un hotel y ahí pasó dos horas poéticas e inolvidables. A ella se le ponía la piel de gallina cuando atisbaba el cuerpo fláccido y avejentado del profesor, su miembro firme y largo era un milagro viviente.

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