Exceso de tequila – Capítulo 9

-Dentro de un mercado como el mexica, les va a costar mucha sangre ingresar. Ellos ya son avezados opresores de pueblos inofensivos -le advertían algunos caciques insulares al Gobernador.

Todos los días Velázquez aguardaba el regreso de don Juan. Por mucho que orara, a los barcos se los había tragado el mar.

Que tronaba por cualquier chiste estaba don Diego. Hasta que finalmente, una mañana azul y cristalina, uno de sus navíos desembarcó en la isla Fernandina. Parte de su preciosa mercadería estaba intacta, pero los rescates de oro le parecieron nimios en relación con los relatos del piloto, Antón de Alominos, y las increíbles historias que narraba la tripulación, marineros de genio grave encandilados por montañas y ríos de oro.

-«Ya lo creo señoría. No fuimos a divagar por esos lares, no nos embriagamos con sus hilos de humo, sus hongos con forma de corazón y estrellas negras. Al contrario, dejamos que ellos se enajenasen, les permitimos celebrar sus ritos demoníacos. Ahí sus brujos sueltan la lengua, y entonces nos enteramos de los tesoros secretos escondidos en sus Sierras Madres. En las cordilleras horadan minas de riqueza inagotable. Apartan porciones sagradas que no osan violar, y en sus templos ostentan piedras filosofales, quintas esencias y licores que otorgan juventud eterna. ¡Oh, Gobernador, el capitán se ha quedado para catar esas maravillas!» -contó un marinero negro, especímen de la morería más degradante.

-¡Mentiras! ¡No me venga con meras patrañas! Esos cuentitos de mil y una noches sonarán bellos a reyes afeminados, a débiles ricachones inconformes con el tedio de sus días licenciosos. Usted explíqueme simplemente dónde están las cuentas y espejos faltantes. Muchas promesas, y de oro concreto, nada. Yo mismo armé la armada, y me traen estos arcones casi vacíos. No los esperé tanto tiempo para que sólo me traigan chucherías. No, exijo un cuento más sólido, algo que se parezca más a la verdad -se encolerizó don Diego.

Su búsqueda concluyó cuando un torturado confesó lo que él quería, que Grijalva era un fugitivo, un reo que detestaba las políticas de la Corona.

Los soldados de Velázquez estaban engolosinados con las confituras expoliadas por los expedicionarios de Grijalva, Antón de Alominos y toda su caterva. La tarde se disipó, dispersándose las novedades y alucinaciones de los grumetes de don Antón por toda la isla. Las luces de la Naturaleza se fueron evaporando mientras se consolidaba la hipótesis del traidor abandono de don Juan, quien debía estar gozando como un lunático de tierras que no le hacían añorar España.

Los nativos notaban mucho nerviosismo en los campamentos del tirano. Soldados marchaban y contramarchaban bajo el cielo completamente licuado, entre negro y azulado. Muchos peleaban por obtener las plumas de colores de la Nueva España. Los esclavos transportaban las mercaderías de don Diego sobre sus azotadas espaldas. Las acumulaban en un depósito original de la realeza cubana. Sabían que estaban vejando a sus mujeres, y lógicamente, eso era lo que más les dolía. Los escupitajos y las afrentas personales resbalaban por sus corazones sin alcanzar a punzarlos, rodaban por sus pieles curtidas como testimonio del summum de la idiotez a la que puede arribar una soldadesca descarriada. Y encima, los flagelaban doblemente porque estaban con bronca y emborrachados. La poquedad de los botines traídos los tenía preocupados. Todos tenían ganas de abrirse paso por sí mismos. Matando y matando no era tan imposible eludir las leyes torpes del Consejo de Indias. Sólo con robar cuatro caballos y un par de carabinas bastaba para someter a poblaciones peleadoras de mil y quinientos aborígenes. Todo era cuestión de adelantarse a los Adelantados oficiales, y ya juntar el oro suficiente para un retiro glorioso de la vida terrenal, no importándoles que estaban masacrando seres poseedores de su tan buscada eternidad, y que su bienaventuranza mundana y apócrifa los condenaría al verdadero Infierno, el infierno no católico de la deshonra y maldición perenne.

Venganzas más carnales preparaban los guerrilleros fugados a Yucatán, dignos de encomio y apoyo financiero. Lanzando un rey de bastos a la mesa, Cortés recordó su enfrentamiento con ellos, en el cual había cosechado su primera herida americana, un flechazo en la cadera que le había rasguñado el hueso, nada superior a lo padecido para copular con Margarita. Sin embargo, en ocasiones solía picarle la zona. El filo de las armas cubanas se había infiltrado en el cuerpo de Hernán.

-¡No se rasque tanto, capitán! ¡Y a usted, cuñado, le digo que con este caballo de Oro triunfo en esta partida, arrojo de mi lomo al orgulloso rey! -habló enfático e inflado Juan Xuarez.

-Pero si faltan dos envites, ¿o es que usted no sabe jugar al mus? -lo sofrenó Francisco Montejo.

-No es así tampoco, la ventaja que les llevamos es muy mucha -explicó Alonso Portacarrero, el cuarto integrante de la partida.

Habían comido nanacastes y veían todo a trasmano. Era una noche para olvidarse de sus penas. El día había sido pesado e intenso. El rumor tempestuoso de la cólera de Velázquez irrumpió en los preámbulos de la ceremonia. Como se dice vulgarmente, Cortés iba a dar «un paso trascendente en la vida de un hombre». Y para afrontarlo, necesitaba animarse. La juerga organizada con sus seres más cercanos no era una casualidad, sino más bien una causalidad explícita. ¡Casamiento, desenfreno y locura, acto sacro de hipocresía!

Las ancestrales costumbres de bestias que practicaban los españoles se habían refinado en América. Los frutos de la tierra tenían propiedades sublimes. Habían elegido para el regocijo de Hernán a las indias más despeñadizas de la isla. Algunas jóvenes se resistían, y una mordió la mano de Portocarrero. Cortés evitó que don Alonso le rebanara el bello rostro.

-¿Qué haces, soberbio animal? Si la matas, te mato yo a tí -le advirtió. -Esta mujer continuará siendo mía, si hasta mi propio cuñado consiente estos deslices imprescindibles, que en verdad son beneficiosos para una sana relación conyugal. Catalina no es precisamente una beata -argumentó su enojo Hernán.

Tales confidencias se revelaban en la cálida e íntima reunión convocada para despedir su celibato. Más que decirle adiós a sus conquistas femeninas, el enlace con Catalina les agregaba un ingrediente atractivo.

-Serán dos cornudos de largas cornamentas entonces, amantes y pecadores afiebrados por el sexo. Podrán cumplirse mis fantasías con ella cuando estés en campaña -aseveró Xuarez, endureciendo sus facciones para darles una seriedad acorde con su perversión.

Las provocaciones saltaban de una a otra boca. Estaban alegres y podían conversar sobre varias aberraciones sin que se les erizaran los pelos.

En cualquier caso, ya estaba concluyendo la orgía, las cartas esparcidas en los petates, las esclavas ex-nobles cubanas lastimadas y bañadas con semen español, impresionadas con los miembros peludos y sucios de sus violadores. Arrastrándose en el suelo arenoso, las pepitas de los ojos desencajadas, turbadas por la enorme cantidad de nanacastes que habían ingerido, obligadas por los cuchillos de los jugadores de mus. En ese estado las divisó el Gobernador cuando entró al cuartel de Cortés.

-Vaya, capitán -le dijo. -Un hombre de su prestigio y honorabilidad enredado en bajezas de populacho. ¡Habráse visto! En el altar lo está esperando su prometida, ya compenetrada con Dios, y usted aquí, tomándoselo todo como un roncero.

El reto rebotó en las paredes húmedas, calientes. Sangre sobre cal derretida, fondo de cuerpos encalabrinados, sombras de soldados arrepentidos. Se hundió el puño de la Autoridad en el trasero de la última india lacerada, apretóle el recto con firmeza.

-Ya me hartan estas crueldades. Vete, niña, ve a purificarte al mar -le susurró, sus dientes marrones llenos de agujeritos taladrándole la mirada, chisgueteándole la carita con bollos salivosos y etílicos.

La empujó violentamente a un costado, y la angustiada huyó de sus horrendos dominadores. Ecos de palabras admonitoras. Sacudimientos de brazos y cachetadas fuertes. Rápidamente Velázquez sacó a sus soldados de su estado nanacastoso, nebulosamente satisfactorio. Don Diego, mientras Cortés apuraba su acicaladura, su estimulante aprontamiento para la noche de bodas, más nanacaste y vino, echó a sus compañeros de mus.

-Vístanse y vayan derechito para la Iglesia. No toleraré más indisciplina -les aulló.

Portocarrero tomó los uniformes arrugados en los petates y se los arrojó trocados a Montejo y Xuarez. Igualmente no se demoraron mucho. Cual rayos ordenaron el caos de objetos arrojados al piso por descuido; cartas voladoras, tagarninas mal fumadas, vasos esculturales.

-Hasta pronto, capitán -palmearon alternadamente a Cortés antes de retirarse.

Don Diego dejó su paseo de una ventana a la otra, espiando el revoloteo de unos murciélagos sobre los cobertizos de los esclavos. Detrás la noche diáfana, oscuridad bendita de Santiago. Dios había esuchado sus ruegos, pero con el retorno parcial de su flota lo había defraudado. Velázquez detuvo su andar rígido y obcecado, dio media vuelta y se acercó al espejo frente al cual Cortés se ajustaba un corbatín rojo. Con voz apaciguada le soltó sus planes.

-Hay que ir a buscarlo. Está loco si cree que va a escapar. De su nariz ganchuda, de sus orejas lo voy a colgar, el muy hijoputa. Te lo encargo a tí, Hernán. Sí, luces perfecto. Este casamiento tendrá alas cortas. No quiero emponzoñar las cosas. Tú lo sabes mejor que yo. Ella no podría acompañarte. Si quieres yo la cuidaré. No te prometo domarla, pero me ocuparé de que no trame algo en tu contra, sólo para que estés tranquilo. Mírate, estás resplandeciente. ¿Quién si no tú, Hernán? Oyeme, arréglate la faldilla y recoge los anillos. Tu valor da para más que una Alcaldía, respetable sí, pero todavía menesterosa para tus ambiciones. Tú dispones del mejor aparejo de la isla, tienes tres navíos, dinero para derrochar y eres muy bienquisto por los ojos de Su Majestad. Yo pongo la tercera parte del capital. El resto será tuyo. ¿Qué te parece?

-¡Vamos, que debo asumir pronto mi ascensión al Reino de Dios, mi elevación espiritual inminente, mi unión con doña Catalina Xuarez en los deliciosos jardines cubanos! Ahora, que estoy como una cuba, prefiero partir. Le contesto en el camino.

Hernán se relamía con su posición ventajosa. Verdaderamente estaba radiante, aunque ni soñaba con las aventuras que le aguardaban. Sabía que estaba tratando con su potencial enemigo, un sinvergüenza que ya les estaba poniendo precios aviesos a los vinos y ropas que le habían traído de Yucatán, territorio que no ostenta el nombre de la Tierra sino el de ‘no entiendo’. Toda la conquista nacía a partir de aquel ‘no entiendo’. Y Cortés no entendía el excesivo celo de Velázquez al hacerle tamaña propuesta.

-Mañana te daré las Cartas Reales. ¡Una Nueva España para los dos! -lo abrazó el gobernador, echándole a la cara los mismos bollos que padeció la india aterrada, conminándolo con el brazo a avanzar hacia su degollamiento de soltero.

En un ratito, luego de verle la jeta a Dios, Cortés se convertiría en un desposado. Catalina, su mañosa mujer, giró su cabeza cuando oyó los chistidos de los fieles. Contempló sonriente a Hernán, sus ojos bañados de orgullo.

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