Exceso de tequila – Capítulo 20

-Queutecaualli -soltó ella.

-¿Qué dijiste y en qué idioma? -preguntó él.

-Nada -contestó Tenépal, jugueteando sus dedos con los pelos pectorales de su patrón.

-Entonces no farfulles en tu lengua, que es mala educación rumiar de ese modo -la amonestó el capitán.

-¡Oh! Perdóname, es que estoy muy feliz y digo cualquier cosa. Nunca tuve amos tan apuestos como tú -se justificó besándole el ombligo.

-Vamos, pon tu cabeza en la almohada, que cuando hablamos, debemos conservar la compostura. Ya tendremos tiempo para fornicar -le ordenó Cortés tomándola del cabello firmemente.

El movió su torso y rápidamente le lamió los pechos. La nariz comenzó a picarle y volvió a estornudar.

-Salud, pues -dijo ella con una gran sonrisa.

-Muy bien, ¿ves que vas aprendiendo? -la alentó él, sonándose los mocos.

-Mmmh, ese acto es una asquerosidad -comentó Malintzin. -Nuestros hechiceros se enojan si arrojamos nuestras flemas al vacío. Tienen una enorme utilidad en la elaboración de pociones amorosas o causantes de odio -completó.

-¡Bah! Tú ya deberías descreer de esas supercherías, pero no quiero entrar en otra discusión religiosa contigo. Siempre me vences o terminas demostrando que nuestro cristianismo también se basa en grotescas asociaciones. Esto sucede porque tu impaciencia, típica de tabasquina, te lleva a malinterpretar la mayoría de nuestros preceptos. Charlemos de otros temas. Cuéntame, Malintzin, ¿por qué algunos de vuestros pueblos son increíblemente prósperos y otros, muy cercanos a los anteriores, viven en las condiciones más pobres que pueda imaginar un alma humana?

-¡Ah, Hernán! Si yo lo supiera intentaría ayudar a los menesterosos. En general, quienes no trabajan la tierra vivirán en la indigencia. Siempre existieron indios desobedientes al legado milenario de sus ancestros.

-¿Y si el problema es que sus tierras no rinden buenos frutos?

-Entonces un tabasquino o un maya se mudaría al pueblo rico y se sumaría al trabajo. Cuando nuestro Dios de las Cosechas se rebela contra una aldea, todas sus familias se mudan para buscar un terreno mejor. Claro que quedarán algunos fanáticos sedentarios que prefieren morir de hambre en sus campos amados, aún cuando estén completamente marchitos -contestó la sabia trujamana.

-Deberían implantar leyes que evitaran tales suicidios colectivos. Es muy penoso ver cómo arrastran sus cuerpos raquíticos -sugirió Cortés.

-Moctezuma ha redactado unos códigos hace un par de años. Las pictografías de sus amanuenses son esclarecedoras en muchos aspectos. Para sujetar a tantos pueblos de disímiles procedencias es preciso adoptar criterios unificadores de gobierno. Sus predecesores no confiaban en el azar, y establecieron normas de administración que hoy rigen en todo el Imperio.

-¿Pero cómo permiten tantas desigualdades entre un pueblo y otro, esas aberrantes escenas en las que hombres esqueléticos desfallecen a la vera de los senderos?

-Sencillamente es imposible impedirlo, ¿acaso en tu España no sucede lo mismo? -lo acicateó Tenépal.

-Pues mira, nuestro Rey es muy generoso, y se preocupa por desterrar a los mendigos de su reino -respondió el capitán. -Si voluntariamente alguien se condena a tan funesto destino, a ser un inescrupuloso pedigüeño apostado en las escalinatas de las iglesias, lo hace para conquistar el Paraíso ¡aunque ya estamos tocando de nuevo conceptos de nuestra fe y no quiero hacerlo! Cierto es que la miseria debe combatirse, y cuando someta a vuestro Emperador, se acabarán las injusticias en México.

-¡Oh, me encantas cuando hablas así, como el verdadero Quetzacoatl! Y yo seré tu emperatriz -dijo ella entre suspiros, mordisqueándole cariñosamente una oreja.

A Cortés no le disgustó el ensueño de su amante, y pensó en los decretos que dictaría al asumir el mando.

-Las plantas son fundamentales, y la falta de sal que estamos padeciendo debe remediarse de inmediato. Habría que regular su tráfico entre un continente y otro. Europa está repleta de comerciantes inescrupulosos que querrán apropiarse de vuestro maíz, de todos los sembradíos que os sustentan, de vuestro oro y todo lo que les aproveche. Hoy mismo la competencia es feroz -analizó Cortés.

-También habría que encontrar mejores maneras de comerciar esclavos. Recuerda cómo sufrió mi corazón. Me irrito cuando veo a tus soldados abusar de mis compañeras -se quejó la manceba parlanchina.

-Se me ocurre que sólo se los pueda vender una vez en sus vidas. Y propondré reducir las penas por sus faltas. Prohibiré las ejecuciones privadas y perseguiré a los tiranos de pacotilla. Crearé un cuerpo de inspectores que vigilarán cómo se les trata en toda la Tierra. Reconozco que algunos compatriotas deben moderar sus ínfulas.

Los amantes matizaban varios instantes de la plática con mimos tiernos. Martincito dormía en un moisés tabasquino puesto al pie del jergón donde estaban acostados. De afuera se escuchaban los pasos de los rondadores, los aullidos lejanos de los coyotes e invocaciones agonizantes de los tlascaltecas torturados.

-En Yucatán el mercado está bastante regulado, pero los nobles se depravan fácilmente, e inmolan sin justicia a los siervos que consideran antipáticos.

-Ya verás, en nuestra era se acabarán estas aberraciones.

Tal promesa idealista los incitó a hacer el amor. De mejor ánimo prosiguieron luego su coloquio.

-Aah, ¡qué goce! Nosotros a las mujeres que copulan como tú les decimos ‘yeguas’, ya sabes, caballos hembras.

-Y nosotras a los teúles que nos cogen les llamamos lo que en español sería «los de troncos peludos».

-¿Sóis puercas, eh? Bien que los mamáis como rameras de profesión.

-¡Y vosotros! Sóis pícaros y violentos, así nos apetecen los hombres a las tabasquinas de buena cepa.

Tras intercambiar piropos eróticos de esta clase, procuraron revolcarse otra vez, sacando vigor de Dios sabe dónde. (Cortés estaba con calenturas y Malintzin había tenido, como de costumbre, un día agotador.)

-¡Ah, Hernán! ¡Cuán hermoso es yacer junto a tí!

El le hizo cosquillas en los sobacos y le chupeteó los pezones.

-Malintzin, tienes que averiguar quiénes son los que nos robaron las yeguas -le dijo. -En España es delito gravísimo. Imagínate el precio que pueden alcanzar en vuestros mercados clandestinos. Menos mal que no pudieron llevarse los sementales. Podría ser el principio de nuestra perdición. Habla con ese Xicotenga y oblígalo a confesar. Caso contrario… -insinuó el capitán.

-Lo intentaré, pero ya te advertí que el cacique es muy obcecado. Chichimecatecle dijo que los rateros eran cubanos, pero seguramente es una de sus tretas. Eso no se lo tragan ni los propios tlascaltecas.

-Mañana quiero recuperarlos. Así que afina tu lengua… No pretendo alterar a los pueblos. Parece que al fin han comprendido que les conviene ayudarnos.

Malintzin se incorporó y meó en su pelela. Retornó bostezando y un poco más compuesta.

-¿No querrás engañarme con tus relatos fantásticos sobre la nueva época que se avecina? -le espetó a su Señor.

En su mano sostenía un diccionario que hojeaba continuamente. De a ratos sus rasgos se ponían tiesos, y sus ojos negros observaban al teúl con desconfianza. Contuvo su respiración para esperar la respuesta mas Cortés permaneció mudo. Su boca se encogió y cubrió su desnudez con un güipil centlano, bufando como las yeguas hurtadas.

-Vamos, no seas arisca, que te sienta harto mal. Siéntate aquí, ¡con razón Paloantzin me previno de que podías armar unos berrinches bárbaros!

La trujamana se abonanzó y dejó escapar una mueca risueña.

-Y tú sé más sincero y explícame por qué juráis a todos los papas y caciques que vuestra campaña la hacéis al servicio de un Rey más poderoso y un Dios invisible, que tú eres apenas un lacayo enviado para pacificar la Tierra, y una vez cumplida tu misión, regresarás a rendirle cuentas a ese gran Señor a quien sirves.

Malintzin estaba celosa. Durante su trabajo recibía permanentes consultas filológicas de los clérigos. A cambio, ella tenía acceso a la documentación que recibía la Empresa. Una tarde, revisando pliegos con Aguilar, de casualidad halló una misiva dirigida a Cortés. El sobre olía a azahares y este hecho le extrañó bastante. Con disimulo la ocultó a la vista de don Gerónimo y se sentó sobre ella. Estuvo leyéndola y releyéndola una noche entera. Era de doña Catalina, quien desde Cuba le enviaba su amor, y le aseguraba fidelidad eterna. A la vez le rogaba que retornase pronto. Secuaces de Velázquez la estaban atosigando y la vida en Cuba sin él le resultaba insufrible. «Si demoras tu regreso, enloqueceré o huiré con un balsero sedicioso» -le escribía a su amado.

Cortés miraba el techo de paja, sus sombras en las paredes de estuco. Arriba se oían los gorjeos de los quetzales que sobrevolaban la aldea.

-No actúes como si no supieras a qué me estoy refiriendo. Tú mismo alabas la sagacidad de mi pueblo en cuanta ocasión se te presenta. Desde que os conozco he aprendido muchísimas cosas. Sé cómo son vuestros matrimonios y…

-¡Oh, Malintzin! No hagas caso de los papeles. Aquí, en campaña, no valen nada. Y tú eres la única mujer que conmueve mi corazón -declaró Cortés.

La traductora abandonó sus reproches y renovó su cariño quitándose el güipil en una seductora danza amorosa. Nuevamente desnuda, se arrojó a los brazos suplicantes de su Amo.

-Sólo tú eres especial -dijo Cortés pellizcándole el culo.

-¿Tendremos entonces nuestro feudo propio? -inquirió la ambiciosa intérprete.

El capitán resopló y le dio dos cachetadas a su amante. Malintzin, dura y asombrada, comenzó a lagrimear.

-Oyeme mujer, no quiero desilusionarte pero debo hacerlo. No aspiro a usurpar lo que no me pertenece. Aún no eres más que una vulgar esclava, ni siquiera te puedes considerar una digna vasalla. ¿Por qué eres tan ansiosa?

El capitán tomó su fusta y la zarandeó sobre la espalda de Tenépal.

-Don Gerónimo me explicó el origen de tu nombre, y en verdad tus compañeras no se equivocaron cuando te apodaron «vulgar entrometida». Limítate a cumplir con tus labores y llegarás lejos. Ya te prometí la libertad, no me pidas más. Te lo ruego, Malintzin, por el amor que te tengo -le dijo apoyando mansamente su cabeza en la sangre que goteaba de la cadera de ella.

-Perdóname, mi Señor, la próxima vez me morderé la lengua. Es que a veces no puedo luchar contra mis deseos. He visto en un sueño que tomarás Tenochtitlán, que tendrás en tu puño el destino de mi pueblo. No cometeré más imprudencias. Te lo juro por ese Jesucristo vuestro, y por Martincito -dijo la trujamana, sus palabras cortadas por profusos lloriqueos.

-Ya está, ahora duerme. Voy a mi escritorio -la consoló el capitán, limpiándole con un paño blanco su delicada sangre de princesa desterrada.

Quisquillosa como ella sola, Malintzin se propuso retenerlo en el jergón por un momento más. Cogió la mano de su Señor y la usó para secarse las lágrimas.

-Quédate, te lo suplico. ¿Qué vas a hacer allí? Al menos hasta que se consuman los cirios, o mis ronquidos te perturben -reclamó llevando los dedos de él a sus pechos.

Ella cayó serena en un profundo sopor y él le habló contemplándola con afecto.

-¡Oh, mujer, bienaventurado el día que Paloantzin te entregó a mi Poder! Si supieras la felicidad que me brindas… Pero son tantos los problemas que aquejan a mi empresa. Todos mis negocios están detenidos con esta exploración. Y el oro que hemos recogido hasta ahora no cubre siquiera el pienso de los caballos. Estamos rodeados de seres brutales que confunden la realidad todo el tiempo. Hace un mes que nos quedamos sin sal, y nuestras gargantas se están pudriendo. Encima, el frío no afloja, y nuestras mantas raídas se deshilachan a ojos vista. El sol sólo aparece tibiamente para avisarnos que aún existe. No sé si aguantaremos la marcha a Tenochtitlán con todos estos contratiempos. De la Villa Rica no arriban más mensajeros y quién sabe lo que allí está sucediendo. Los soldados están cada vez más nerviosos. Tú eres la única que aporta algo de sensatez a nuestra desquiciada conquista. Y entretanto, han partido mis fieles amigos, y ya no sé en quién confiar. Mis capitanes ya no muestran tanto acatamiento a mis designios y revuelven los pueblos buscando piedras filosofales o esclavos propios. Designé a Diego de Ocampo como mi agente comercial pero estimo que no resultó una decisión provechosa. Del último pillaje de Pedro Alvarado apenas me tocó un colérico ídolo de plata. Tendré que ser más estricto y prohibir so pena de muerte esta clase de excursiones.

Cortés no monologó más, realimentó la llama del cirio echándole aceite y abandonó la pieza. Antes de penetrar en su bufete, le pidió a Peñate un té tranquilizante. Los cempoalanos le habían sugerido que fuera a un pueblo llamado Zumpancingo.

-Ahí encontrarás bastimentos. Cultivan ricas cerezas y poseen grandes huertas de patatas, tomates y ají -le había aseverado el Gordo.

Tales cosechas bastaron para convencerlo. Los productos prometidos saciaron el hambre de los soldados. Las zumpancingas apaciguaron sus calenturas carnales. Veinticino indias despacharon a su «más allá» y a su «Huichilobos» (por Huitzilopochtli), como mal entendían los españoles.

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