en la vagancia

Moviéndome de ciudad en ciudad, siempre tuve dos pares de zapatos. Mis zapatos formales y mis zapatos para trabajar. Mis zapatos de trabajo eran pesados, negros y rígidos. A veces ponérmelos resultaba muy doloroso, mis dedos se henchían y retorcían pero lograba meterlos en medio de la resaca matutina, pensando, «Bien, aquí voy de nuevo a trabajar por un salario miserable, y se espera que esté agradecido por ello (habiendo sido elegido entre un montón de aspirantes)». Probablemente se trataba de mi cara fea y honesta. Ponerme aquellos zapatos resultaba siempre un duro comienzo.

Me imaginaba escapar a todo eso de alguna manera. Lográndolo en una mesa de juego, en el ring, en la cama o con una dama rica. Quizá tuviera esta noción por haber vivido demasiado en Los Angeles, un lugar que está muy próximo a Hollywood.

Pero con cada comienzo avanzaba por las pensiones, los zapatos duros asesinándome los pies, saliendo al sol del amanecer, la vereda y la ciudad están ahí, y yo era sólo un trabajador más, un hombre común más, el universo deslizándose por mi cabeza y saliendo por mis orejas, el reloj esperando para marcar mi tarjeta de entrada y salida, y luego algo para tomar y las mujeres del infierno. Zapatos de trabajo, zapatos de trabajo, zapatos de trabajo, y yo adentro de ellos con todas las luces apagadas.

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